CARLOS CANACHE MATA
Todo el mundo está pendiente de lo que
pasará el próximo sábado 23 de febrero
en los puntos de acceso fronterizo, especialmente en Cúcuta, de la ayuda
humanitaria proveniente del exterior. La dictadura de Maduro, de tambaleante
sobrevivencia, estará sometida a una difícil y riesgosa prueba. Se han
dibujado, ante la prohibición gubernamental del ingreso de la ayuda, varios
escenarios y conjeturas.
Si se mantiene la prohibición y se ejecuta,
el repudio y la reacción nacional e internacional aumentarán exponencialmente ante la
derivación de consecuencias letales en las áreas alimentaria y de asistencia
médica. No mermará, por desgaste y cansancio, el rechazo interno, y nuevas sanciones aparecerían en el horizonte.
Si a última hora se autorizara el ingreso,
después de ser obstinadamente negado, habría que concluir que la dictadura
queda debilitada al revertir una decisión que se consideraba inamovible, dada
la posiición oficial de no admitir que hay una emergencia humanitaria. Y lo que
es peor, pudiera ocurrir que se deje pasar la ayuda, no por un arrepentimiento
tardío en lo alto del poder, sino porque los militares desplazados a los puntos fronterizos no acataron las
órdenes recibidas. Esto evidenciaría que no se especula cuando se comenta que
hay descontento en los mandos medios y la tropa de la Fuerza Armada Nacional en
relación con la posición adoptada por la cúpula militar que se arrodilla ante
el usurpador de Miraflores, en ostensible incumplimiento del rol que le asigna
la Constitución al estamento militar. El presidente (e) Juan Guaidó se ha
referido insistentemente a este aspecto, con el convencimiento de que la
dictadura de Nicolás Maduro ha encontrado en el sector militar su único y último sostén. En días pasados, el legítimo presidente de Venezuela le declaró
al periódico El Tiempo, de Colombia, lo siguiente: “”Les hemos expresado a los
militares que no queremos que apoyen a un partido o bando político. Tampoco que
se dividan y enfrenten. Queremos que acaten y hagan acatar la Constitución y la
voluntad de los ciudadanos. Es inútil que los altos mandos se aferren a
defender un modelo que ha fracasado y un régimen sin futuro”. Clarísimo.
El cambio en la conducción del país, más que
un asunto político, es una necesidad y una exigencia existencial. Una nación
petrolera, como lo es Venezuela, no puede seguir con un régimen en el que PDVSA tiene sus cuentas y activos bloqueados en el mercado de nuestro
principal socio comercial; un régimen, como se recordó recientemente, que en
los últimos cinco años registra la triste hazaña de una caída de más del 50%
del PIB, “esto es un descenso que supera al de Estados Unidos durante la Gran Depresión y al de España durante la
Guerra Civil”; un régimen que, a causa de su gestión, según el último reporte
de Encovi (Encuesta Nacional de Condiiciones de Vida), ha hecho el milagro al
revés de llevar al 86% de la población a niveles de pobreza, y que, si llegare
a encontrar un salvavidas, nos depararía, al cierre de este año 2019, una
hiperinflación de 10.000.000% (diez millones por ciento), según el FMI; un
régimen que ha hecho posible la diáspora de más de 4 millones de venezolanos y
que asola a los que aquí nos hemos quedado con una crisis inmedible de los
servicios públicos.
Hay que cambiar de camino. El 23 de febrero
podremos mostrar que estamos prestos para la nueva andadura.
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