¿Usted en quién confía?
MOISES NAIM
Una de las características de estos tiempos es la falta de confianza. Según las encuestas, la gente no confía en el Gobierno, en los políticos, los periodistas, los científicos o, mucho menos, en banqueros y empresarios. Ni siquiera el Vaticano se salva de esta pérdida de confianza. En Estados Unidos, por ejemplo, la confianza de los ciudadanos en el Ejecutivo está ahora en su punto más bajo desde que se iniciaron los sondeos de opinión al respecto. Hoy el 82% de los estadounidenses no confía en que su Gobierno haga lo correcto. Esta es una tendencia mundial: la desconfianza y el escepticismo son la norma.
Pero en esto hay una gran paradoja: al mismo tiempo que nuestra confianza en el Gobierno es mínima, nuestra credulidad frente a ciertos mensajes que nos llegan por Internet es máxima. Es la paradoja de la confianza. No creemos en el Gobierno ni en los expertos, pero sí en mensajes anónimos que llegan por Facebook, Twitter o WhatsApp.
¿Quién no ha reenviado a familiares y amigos mensajes electrónicos con información que luego descubrimos que es falsa? Basta que el mensaje refuerce nuestros ideales y creencias para que ignoremos la barrera de escepticismo con la que nos protegemos de las mentiras y manipulaciones tan comunes en Internet. Si el mensaje está alineado con nuestros prejuicios, sin pensarlo mucho, lo reenviamos a nuestra “tribu digital”, el grupo de personas que sabemos que piensan como nosotros.
Hay una conexión entre la declinación de la confianza y la fe ciega en los mensajes de Internet que confirman nuestros prejuicios. En el caso de los Gobiernos, es muy deseable que estén sometidos al escrutinio y la crítica y hay que celebrar el hecho de que Internet facilite que esto ocurra. Un Gobierno normal es un Gobierno defectuoso y merecedor de críticas. Pero hay que tener cuidado con que la crítica al Gobierno basada en falsedades debilite a la democracia, polarice a la sociedad y nutra la antipolítica, ese sentimiento de que nada de lo que hay sirve y que, por lo tanto, vale la pena hacer experimentos políticos extremos como darle el poder a demagogos y populistas, por ejemplo.
Un revelador ejemplo de la paradoja de la confianza es el movimiento en contra de las vacunas. Sus seguidores mantienen que las vacunas contra el sarampión, las paperas y la rubeola son peligrosas y pueden estar asociadas con el autismo, razón por la cual se niegan a vacunar a sus hijos.
No obstante, la evidencia científica sobre este tema es abrumadora: no hay vínculo alguno entre las vacunas y el autismo. Y no vacunar a los niños es peligroso para ellos y para los niños y adultos con quienes interactúan. Los resultados de las investigaciones científicas no hacen mella en las creencias de quienes están convencidos de que las vacunas son nocivas. Para ellos, las recomendaciones de los organismos públicos especializados no son creíbles, mientras que las mentiras acerca de las vacunas que circulan por Internet son tratadas como verdades incuestionables. Además, los antivacunas cuentan con aliados formidables. Tanto Donald Trump como el actual Gobierno italiano han cuestionado la necesidad de vacunar a los niños.
La ridiculización y a veces la demonización de los expertos forma parte del guion de los populistas. Después de todo, los expertos son, por definición, una élite y no “el pueblo” que los populistas dicen representar. Estos cuestionamientos del conocimiento científico suelen contar también con el apoyo de los “científicos escépticos” que siempre aparecen en estas controversias. Son los científicos que durante décadas sembraron dudas acerca del vínculo que hay entre el tabaco y el cáncer o los que dudan que el calentamiento global y el resultante cambio climático sean una realidad. O los “expertos” que cuestionan la teoría de la evolución. O los que creen que las vacunas producen autismo. Los escépticos casi siempre son una pequeña minoría que se regodea cuestionando el “pensamiento único” que comparten la gran mayoría de los científicos. Inevitablemente, entre los escépticos también hay farsantes que son simplemente empleados de los intereses que se benefician de sembrar dudas.
La paradoja de la confianza existe en todos los ámbitos, pero en ninguno tiene tantas consecuencias como en la política. La propaganda política siempre ha existido y el uso de la publicidad en las elecciones es una práctica largamente establecida. Pero la paradoja de la confianza ha potenciado a ambas. Está claro, por ejemplo, que una estrategia del Gobierno ruso es invadir a otros países no con tanques y aviones, sino con seductoras mentiras que siembran dudas, confusión y desmoralización en la sociedad.
¿Qué hacer? Seguramente aparecerán tecnologías que facilitarán la detección de estos venenos digitales, así como leyes y normas que reduzcan la impunidad de los agresores cibernéticos y de las empresas que les dan las plataformas desde donde lanzan sus ataques. Pero el antídoto más poderoso son ciudadanos activados y bien informados que no se dejan enceguecer por las pasiones políticas.
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