Miguel Ángel Santos
Septiembre 10, 2010
El Universal
Venezuela, de unos años para acá, exhibe una adicción enfermiza por la contratación de deuda
Algunos escépticos me han hecho llegar comentarios a raíz de mis artículos sobre los peligros del endeudamiento soberano indiscriminado (y en alguna medida indocumentado) que ha contratado Venezuela en los últimos años. Hay quienes hablan de las ventajas de adquirir deuda venezolana para “ordeñarla” y desestiman la posibilidad de default a cuenta de nuestro buen récord de pago. Otros, algo más técnicos, hacen referencia a los niveles de deuda como proporción del tamaño de la economía (Deuda/PIB), que “en contraste con otras economías del mundo” aparecen como muy moderados. Por último están los más ingenuos, los que piensan que si los títulos de deuda no se venden antes de vencimiento, no existe ninguna probabilidad de perder dinero (“lo demás, es cuento”).
Por estos días estoy leyendo “This time is different” (Carmen Reinhardt y Kenneth Rogoff), un recuento de todos los episodios de crisis financieras, cambiarias, de deuda e inflación que se han presentado en el mundo en los últimos ochocientos años. De sus páginas van cayendo, una a una, pero a montones, las respuestas a quienes piensan que pueden recibir 13% en dólares en una época en que las tasas a diez años apenas superan el 2%, sin estar sentados en un barril de pólvora (a la Stanford).
El último grupo (“vamos a cobrar seguro”) se sorprendería si supiera que la cesación de pagos declarada por la revolución rusa en 1918, alcanzó su resolución (negociación entre deudores y acreedores y pagos de obligaciones) 69 años más tarde; o que en 1926 Grecia dejó de pagar y se retiró de forma unilateral de los mercados internacionales por 53 años. También está el caso de las enormes pérdidas en el valor del capital sufridas por los tenedores de títulos mexicanos y argentinos en los años noventa, que pensaron que como la deuda era con “miles de inversionistas” (bonos) y no con unos pocos (bancos), sería imposible forzarlos a aceptar la pérdida en el valor de esos instrumentos.
Reinhardt y Rogoff utilizan el término “intolerancia a la deuda” para describir a aquellos países que lo pasan muy mal (hasta verse obligados a dejar de pagar) aunque sus niveles de deuda (como proporción del PIB) son mucho menores que los de países desarrollados. Y es que la mayoría de los episodios de default se han producido en países con Deuda/PIB entre 40%-60%, por debajo del nivel que el Tratado de Maastricht establece como límite para los países de la Comunidad Europea (¡y que muchos no lograron!). Proponen complementar la razón Deuda/PIB (en Venezuela debe rondar 50%-60%) con Deuda/Exportaciones. Esta última ha pasado de 78% en 2000 a 122% en 2009 (y si se corrige la sobreestimación en las exportaciones petroleras podría estar alrededor de 180%).
Venezuela, de unos años para acá, exhibe una adicción enfermiza por la contratación de deuda, que coincide con la destrucción del aparato productivo y la reducción gradual en la producción petrolera. Que algo no haya sucedido antes, no significa que no vaya a ocurrir. En ese sentido, parafraseando la ironía y aún a riesgo de caer en el mismo error, se podría decir que Venezuela ahora sí es diferente. Ya no se trata del qué, sino del cuándo
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