Dani Rodrik
Consideremos el siguiente escenario. Después de una victoria del partido de izquierda Syriza, el nuevo gobierno de Grecia anuncia que quiere renegociar los términos de su acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y la Unión Europea. La canciller alemana, Angela Merkel, se mantiene firme en su postura y dice que Grecia debe cumplir con las condiciones existentes.
Por miedo a la inminencia de un colapso financiero, los depositantes griegos corren hacia la salida. Esta vez, el Banco Central Europeo se niega a salir al rescate y los bancos griegos se quedan sin efectivo. El gobierno griego instituye controles de capital y, finalmente, se ve obligado a emitir dracmas para proporcionar liquidez doméstica.
Tras quedar Grecia fuera de la eurozona, todos los ojos viran hacia España. Alemania y otros en un principio son categóricos: dicen que harán lo que haga falta para impedir una corrida bancaria similar allí. El gobierno español anuncia más recortes fiscales y reformas estructurales. Aliviada por los fondos del Mecanismo de Estabilidad Europeo, España se mantiene financieramente a flote durante varios meses.
Pero la economía española sigue deteriorándose y el desempleo se encamina hacia el 30%. Protestas violentas contra las medidas de austeridad del primer ministro Mariano Rajoy lo llevan a convocar a un referendo. Su gobierno no logra obtener el apoyo necesario de los votantes y renuncia, hundiendo al país en un caos político descomunal. Merkel reduce aún más el respaldo a España, con el argumento de que los contribuyentes alemanes, que trabajan duramente, ya hicieron lo suficiente. Lo que viene a continuación es una corrida bancaria, una crisis financiera y una salida del euro en España.
En una mini-cumbre convocada a las apuradas, Alemania, Finlandia, Austria y Holanda anuncian que no renunciarán al euro como su moneda conjunta. Esto no hace más que aumentar la presión financiera sobre Francia, Italia y el resto de los miembros. Conforme se instala la realidad de la disolución parcial de la eurozona, la crisis financiera se propaga de Europa a Estados Unidos y Asia.
Nuestro escenario continúa en China, donde el liderazgo enfrenta su propia crisis. La desaceleración de la economía ya exacerbó el conflicto social, y los recientes acontecimientos en Europa echaron más leña al fuego. En un momento en que las órdenes de exportación europeas se cancelaron masivamente, las fábricas chinas se enfrentan a la perspectiva de despidos generalizados. Las manifestaciones comienzan en las ciudades grandes, con el reclamo de que se ponga fin a la corrupción entre los funcionarios del partido.
El gobierno de China decide que no puede arriesgarse a más conflictos y anuncia un paquete de medidas para impulsar el crecimiento económico e impedir los despidos. Estas medidas incluyen un respaldo financiero directo a los exportadores y una intervención en los mercados de divisas para debilitar el renminbi.
En Estados Unidos, el presidente Mitt Romney acaba de asumir, luego de una campaña muy reñida en la que se burló de Barack Obama por ser demasiado blando frente a las políticas económicas de China. La combinación del contagio financiero de Europa, que ya derivó en una seria crisis de crédito, y una repentina inundación de importaciones a bajos precios provenientes de China dejó a la administración Romney en un brete. En contra del consejo de sus asesores económicos, anuncia derechos generalizados de importación sobre las exportaciones chinas. Sus seguidores del Tea Party, que fueron críticos a la hora de movilizar respaldo electoral a su favor, lo instan a dar un paso más y retirarse de la Organización Mundial de Comercio.
En los años siguientes, la economía mundial cae en lo que los futuros historiadores llamarán la Segunda Gran Depresión. El desempleo aumenta a niveles sin precedentes. A los gobiernos, sin recursos fiscales, les quedan pocas opciones salvo responder de maneras que sólo exacerbarán los problemas para otros países: protección comercial y depreciación del tipo de cambio competitivo. Conforme los países se hunden en la autarquía económica, repetidas cumbres económicas globales arrojan escasos resultados más allá de promesas vacías de cooperación.
Son pocos los países que se salvan de la carnicería económica. Aquellos a los que les va relativamente bien comparten tres características: bajos niveles de deuda pública, dependencia limitada de las exportaciones o los flujos de capital y sólidas instituciones democráticas. De modo que Brasil e India se podrían considerar refugios, aunque sus perspectivas de crecimiento también se reducen notablemente.
Como en la Gran Depresión, las consecuencias políticas son más serias y las implicancias a más largo plazo, importantes. El colapso de la eurozona (y, para todos los fines prácticos, el de la propia UE) obliga a una realineación importante de la política europea. Francia y Alemania compiten abiertamente como centros alternativos de influencia frente a los estados europeos más pequeños. Los partidos de centro pagan el precio por su respaldo del proyecto de integración europea, y son repudiados en las encuestas por los partidos de extrema derecha o extrema izquierda. Los gobiernos nativistas comienzan a expulsar a los inmigrantes.
Para los países cercanos, Europa ya no brilla como un faro de democracia. El Medio Oriente árabe toma un giro decisivo hacia estados islámicos autoritarios. En Asia, el conflicto económico entre Estados Unidos y China se desborda hasta rayar en el conflicto militar, y cada vez son más frecuentes los enfrentamientos navales en el Mar del Sur de China que amenazan con convertirse en una guerra a gran escala.
Muchos años más tarde, le preguntan a Merkel, que se retiró de la política y se volvió una ermitaña, si piensa que debería haber hecho algo diferente durante la crisis del euro. Desafortunadamente, su respuesta llega demasiado tarde como para cambiar el curso de la historia.
¿Un escenario remoto? Tal vez, pero no lo suficiente.
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