viernes, 8 de junio de 2012


MUERTE Y POLÍTICA


  Anibal Romero

El cadáver del Cid Campeador fue montado a caballo para ganar una batalla. Mucho más tarde, en nuestra tierra, se decía que la novedad del fallecimiento de Juan Vicente Gómez fue escondida por unos días, para anunciarla un 17 de diciembre y vincularle de algún modo a la muerte de Bolívar.
Y los totalitarismos socialistas del siglo XX nos acostumbraron a los embalsamamientos, a la manera de los faraones egipcios. Lenin, Mao, Ho Chi Minh, y Kim Il- Sung yacen en mausoleos, preservando la memoria de sus desmanes
En todos esos y otros casos se aplican las reflexiones que hizo un gran pensador alemán, Martin Heidegger, en su extraordinario libro de 1927, Ser y tiempo. Por un lado, Heidegger insiste que cada ser humano debe asumir el morir “por sí mismo”. La muerte, escribe, “en la medida que ella ‘es’, es por esencia cada vez la mía”. Por otra parte añade: “Es cierto que la muerte se nos revela como pérdida, pero más bien como una pérdida que experimentan los que quedan”.
La muerte es un episodio hondamente personal, de cada individuo. Algunas muertes tienen un significado amplio, pero ello no elimina su esencia última para cada cual. Y lo interesante de los ejemplos mencionados es que nada sabemos acerca de lo que experimentaron esos personajes; tan sólo tenemos indicios sobre la pérdida que sintieron los que quedaron y aún quedan.
Es inhumano manipular la muerte y es inhumano jugar con la vida. Lo que hoy contemplamos en Venezuela es doblemente condenable desde un punto de vista ético. Merece condena el empeño de un individuo en hacer de la muerte un rito colectivo, sin tomar en cuenta la responsabilidad que en efecto tiene hacia una ciudadanía que le trasciende, y que permanecerá después de que él ya no esté. Merece igualmente condena el intento de muchos para procurar el ocultamiento, convirtiendo la muerte en una herramienta dirigida a asegurar el poder.
Es condenable que un ser humano enarbole el desafío personal con la muerte como si se tratase de un teatro en el que, presuntamente, él no es sino otro actor que más tarde, acabada la función, se despojará del maquillaje e irá por la vida como si nada hubiese pasado. Y es condenable que los seguidores del protagonista principal hagan lo posible por impedirle que su despedida del mundo sea “cada vez, la suya”, y no la de los ambiciosos que pretenden prolongarse en el mando.
Adolfo Hitler hizo de su muerte un teatro, pero la asumió con decisión y sin plegarias públicas. Con otro gesto que expuso la oscuridad de su alma, quiso destruir en esa etapa final lo que quedaba de su nación, para que nada le sobreviviese. Salvando las distancias, en nuestro país observamos una manifestación parecida de voluntad por encima de las instituciones, de las tradiciones, de los intereses y valores de un pueblo que aspira a la paz y la reconciliación, pero que está sujeto a los vaivenes de un proceso en el que representa un papel secundario, como un títere inerme dentro de una sombría escenografía sin sentido ni rumbo.
Más allá de las ambiciones y el miedo, lo que ahora vive Venezuela es poco digno, pues pone de manifiesto un profundo irrespeto hacia lo que es fundamental en el ser humano: la posibilidad de que su paso por el mundo culmine como “cada vez, el mío”. Y es indigna la actitud de los presuntos sucesores del régimen, que hacen tras bastidores sus movidas en nombre de una “revolución” cuya vaciedad, mediocridad, esterilidad elocuente y dolorosa quedarán inequívocamente de manifiesto, una vez que el viento se lleve la polvorienta hojarasca de estos tristes días.


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