FEDERICO VEGAS
(EL NACIONAL)
Pido excusas a todos los detenidos que aguardan juicio después del plazo que exige la ley por tratar en estas líneas sólo el caso de Herman Sifontes.
Especialmente a sus compañeros Juan Carlos Carvallo, Miguel Osío y Ernesto Rangel.
Pero la experiencia que voy a narrar tengo que centrarla en un único amigo para poder expresar lo que siento.
** Anoche soñé con Herman Sifontes. Tenía tiempo pensando en escribirle y sentí que venía a reclamarme por mi silencio. Aunque no la estábamos pasando tan mal, pues caminábamos por la calle hacia un restaurante, un grato evento cuando el amigo que nos acompaña tiene más de dos años preso sin juicio ni sentencia.
Yo no tenía muy claro a dónde íbamos, y en varios momentos estuve a punto de echar todo a perder y preguntarle: “Pero, ¿tú no estás preso?”. No lo hice por tener esa permanente y onírica sospecha de que todo era un sueño y no convenía preguntar mucho. También recuerdo que andábamos con bastante prisa. No es que estuviéramos huyendo, pero era algo muy parecido, como si alguien o algo nos estuviera siguiendo, acosando.
En su autobiografía, Mi último suspiro, Luis Buñuel cuenta que después de la muerte le gustaría poder levantarse cada diez años, llegar hasta un quiosco, comprar varios periódicos y regresar al cementerio para leer los desastres del mundo antes de volverse a dormir. Esa sensación de vivir la imposible interrupción de una condena quizás puede definir la opresión que inundaba mi sueño (aún no quiero llamarlo pesadilla), o la razón de tanta prisa: debíamos comer rápido para que Herman volviera a su encierro indefinido después de un pequeño paseo por Caracas.
Debe ser imposible acostumbrarse a estar encerrado.
Lo imagino como una desubicación continua que puede incluso volverse crónica, irreversible. Recuerdo un preso de Gómez a quien soltaron durante una amnistía. Cuando llega a su casa le preguntan qué era lo peor de La Rotunda y responde: “Un sueño que siempre se repetía: de pronto estaba libre y durmiendo aquí, en esta misma casa. Entonces me despertaba y sufría buscando una vela, porque el sueño había sido tan real que no podía creer que seguía metido en mi calabozo”. Pero las pesadillas no habían terminado: una vez que se encuentra en casa, comienza a despertarse a mitad de la noche soñando que está de vuelta en el calabozo y se pone a pegar gritos pidiendo algo de luz. A la semana, la familia no aguanta más el escándalo y lo mandan a dormir con cobija y almohada en uno de los bancos de la plaza Panteón; así, cada vez que despierte de su horrible pesadilla le bastará con abrir los ojos para ver las estrellas y saber dónde se encuentra.
La primera vez que visité a Herman lo tenían recluido en un sótano. Yo me encontraba tan nervioso que destrocé el único mueble que había en su celda, una silla de plástico azul que lucía bastante consistente. No estoy tan gordo, así que mi única explicación es que la tensión tiene un insospechado peso específico, pues la silla pareció pulverizarse bajo mis asentaderas como atacada por un rayo cósmico. No resultó nada gracioso acabar con todo el mobiliario de mi amigo. Luego salimos a caminar por un pasillo y me señaló a uno de los jefes de la banda Los Invisibles, quien mantuvo su invisibilidad pues lo recuerdo ingrávido, como a punto de esfumarse. De hecho, una semana después, se fugó una vez más.
Le dije a Herman que debería escribir un diario, tomar notas de lo que me estaba contando para desarrollarlo después. Supongo que ese es el evangelio de todo escritor para enfrentar dificultades tan graves: “Escribe, que algo queda”.
El problema es que cada una de mis palabras tenía demasiado peso. El término “diario” adquiere otro significado en la cárcel, pues el día se diferencia muy poco de la noche. O, al contrario, la diferencia es tan abismal que hablar de “diario” suena tonto, banal, ante días que parecen años.
Peor aún resultó la palabra “después”: ¿Después de qué? ¿Después de cuándo? Sobre todo ante un juicio que nunca parece llegar. Y la peor de las condenas es la que carece de juicio. Esta sola frase suena tan conclusiva. Decir “sin juicio” es condenadamente parecido a decir “con locura”.
Cuando apenas comenzaban estos dos años, los amigos de Herman escribieron apoyándolo. Yo no lo hice. Siempre hay excusas para callarse. La mía consistía en evitar que lo convirtieran en una causa célebre. Era tan evidente el aire de circo, de propaganda política, y tan distinto al proceder sereno de la justicia, que me dije: “Hay que evitar el ruido y concentrarse en los hechos jurídicos”. Sentía que hablar de sus cualidades era enardecer a la bota que aplasta su cuello.
No sé si actué con la debida lealtad ante todo lo que debo agradecerle. Cuando se fundó Relectura, le pedí que recibiera al grupo de jóvenes escritores que la fundaron y les diera una mano. Lo hizo, pero lo que sorprendió a todos fue su interés y su participación, parecía uno más del equipo, sugiriendo posibilidades y contactos con otras iniciativas.
Herman es el amigo ideal para compartir ideas. Cada vez que nos vemos le planteo un proyecto nuevo. El trabajo de escritor es muy aburrido, al menos la parte fisiológica del asunto, las horas sentado moviendo sólo dos dedos. A veces me hace falta imaginar que voy a hacer videos, revistas, guías de Caracas, y soy bastante bueno inventando ideas que luego no hago. Herman siempre se interesa, ofrece alternativas, y nunca me ha echado en cara la lista de proyectos que jamás arrancaron. Con su entusiasmo me basta para volver a sentarme y escribir con los dos dedos de siempre.
La segunda vez que lo visité fue peor. Creí que ya era un experto sumergiéndome en la atmósfera de una crisis de angustia que no sentía desde que tenía 21 años y no sabía qué diablos hacer con mi vida. Todo se debió a una sencilla pregunta: “¿Sería yo capaz de aguantar esto?”.
Dicen en Carache que a todo se acostumbra el que vive, y hay una maldición judía que va aún más allá: “Que Dios te permita conocer cuanto eres capaz de sufrir”. Esa mañana, mi tope parecía ser diez minutos luego de los cuales estuve a punto de gritar: “¡Sáquenme de aquí!”.
Es complicado salir y entrar de una cárcel, incluso para el visitante. Existe una hora de entrada y otra de salida, y yo estaba constatando mi debilidad absoluta: un terror creciente ante la posibilidad de quedarme hasta las doce del mediodía. Comencé a sudar tanto que Herman me preguntó qué me pasaba. ¿Cómo explicarle que no aguantaba más? Logré callarme y dejé que los segundos y los minutos me ayudaran a asumir lo absurdo de estar en aquel limbo. Comprendí que mi ansiedad no se debía a una postura intelectual o existencial, sino simplemente a una condición animal. A los tigres los encierran en los parques para que no se coman a la gente, pero también encierran a los monos y a los pájaros. ¿A qué especie pertenecemos Herman y yo? En estas búsquedas de un asidero ayuda mucho contar con un amigo, así que, sin él saberlo, era Herman quien me consolaba. Siempre nos ofrece su rostro más valeroso y evita hablar de las crisis, los desmadres, como cuando perdió catorce kilos en tres semanas y no tenía ganas ni de estar en pie.
No le conviene abrir esos capítulos de dolor ante sus visitantes, porque no está muy seguro de poder cerrarlos. Cuando se está hundido en esas oscuras atmósferas hay que estar muy atento a las compuertas. Es como navegar en un submarino que podría anegarse y hundirse hasta el fondo por culpa de una sola escotilla.
En esa segunda visita coincidí con su madre y su hermana, y pude darme cuenta de la vasta onda que surge de un prisionero. La familia también se encuentra presa, encadenada a ese mismo lugar y varada en ese mismo tiempo. Mientras dura la visita, el cubículo se convierte en una metáfora extrema de la vida, pues está presente el cielo por tenerlas a su lado y el infierno de verlas sufrir con la partida. En otra visita lo vi conversando con su esposa y sus hijos. Jamás olvidaré los abrazos de despedida. “Mirar” en italiano puede traducirse como guardare, el verbo ideal para definir las miradas que vi entre ellos, pues también abarca “contemplar”, “observar”, “proteger”, “velar”.
La familia, mucho más que la amistad, es capaz de crear un espacio aparte, una esfera dentro de la esfera, con sus propias alegrías y esas tristezas, que según Tolstoi, hacen la verdadera diferencia. Fugaces instantes van surgiendo en los que no existe el encierro (aunque luego resurja con más fuerza).
Ante la fuerza y calidez de ese núcleo no sé que decir. Trato de hacerme el gracioso y cuento que un amigo preparó el sábado un sancocho que parecía comida de preso. Todos se ríen por cortesía y perdonan mi metida de pata, pero advierto de nuevo el terrible peso que tiene cada palabra, cada gesto.
Cuando el tiempo y el espacio se condensan hacen que todo resulte inolvidable, intensamente significativo.
Esta condensación se da en sentidos opuestos, pues cada vez hay menos espacio (la angustia tiende a angostar) y cada vez parece haber más tiempo. Es como si una fuerza maligna comprimiera una dimensión y estirara la otra sin ninguna compasión. El tiempo, a su vez, también obedece a dos tendencias, pues se va haciendo infinito y a la vez inexistente. Quizás por esta razón los días han sido siempre representados en las paredes de las celdas como una serie de líneas tachadas por otra línea igual de delgada, de imperceptible.
Egon Schiele narró sus experiencias cuando estuvo preso por acusaciones que luego carecieron de sustento. Para evitar volverse loco, se puso a pintar paisajes y rostros en las paredes de su celda con el dedo humedecido en saliva. Después observaba cómo poco a poco se iban secando las líneas, desapareciendo en las profundidades de las paredes,”como borradas por una mano invisible, poderosa, mágica”.
Esa sensación de que una mano poderosa es capaz de borrar imágenes y esperanzas, me hizo pensar en esa otra mano, la que se jura todopoderosa y le niega la libertad y el juicio a Herman. Esa otra mano cree que el tiempo no tiene ningún valor, que es sólo una línea entre las manchas de una pared, y una vez que transcurren los dos años que la ley establece como límite para enjuiciar a un prisionero, decide, como por arte de magia, repetir la dosis por dos años más.
Dos años es la medida que la humanidad ha establecido como el máximo que un ser humano puede resistir preso sin juicio y sin volverse loco.
Es decir, antes de llegar al límite en que estos tres estados se juntan en uno solo y ya no hay marcha atrás, ya todo está perdido y ni la razón ni la justicia pueden separar lo que se ha fundido en una sola y única perversa realidad.
En el cuento de Franz Kafka, Ante la ley, un hombre ha esperado toda la vida para cruzar una puerta y acceder a la justicia. Cuando está a punto de morir le pregunta al guardián que le ha impedido la entrada: –Si todos se esfuerzan por llegar a la Ley, ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: –Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
Al traspasar una puerta siempre estamos entrando y a la vez saliendo. Se puede entrar al exterior tanto como salir al interior. Al salir de la cárcel después de visitar a Herman todo ha cambiado, hasta la luz del sol luce distinta. Estoy entrando a una realidad opresiva. No por las mismas razones, pues hay más aire, más amplitud y más opciones, pero sí puedo asegurar que siento una carga interior ambigua, confusa, dolorosa, que parte de la pregunta: ¿En qué consiste ser libre? Una vez leí que en las tumbas de los faraones, las puertas hacia los tesoros no se cerraban para el que entra sino para el que sale. Más le temían los ladrones al muerto que el muerto a los ladrones. Todas esas riquezas enterradas eran para tener al fantasma contento y que no anduviera pegando sustos. Partiendo de esta paradoja quiero referirme a algo que está más allá de decir: “si mi amigo está preso por más tiempo del que establece la ley, la ley no existe para él, ni para mí ni para nadie”. Lo que trato de explorar es la coexistencia de dos mundos tan distintos como la cosmología de ser prisionero y la de ser libre. La primera tiene todo a su favor, o en su contra, para definirse, para acotarse, por eso quizás he encontrado tanta dignidad y enseñanzas en la actitud de Herman: él sí sabe dónde está, aunque no sepa por cuánto tiempo (la más cruel de las variables). Mi caso es diferente en todos los sentidos. Lo que me volvería loco en pocas horas a él parece haberlo hecho más cuerdo en dos años. ¿Cuánto más podrá aguantar en la incertidumbre, o en la certidumbre de estar en manos de la impiedad y el cinismo? No lo sé, sólo puedo testificar sobre la dignidad de su actitud.
En cambio yo, que estoy afuera, que creo haber salido, ¿dónde estoy? ¿dónde he entrado? Quizás lo que me atormenta es no ser capaz de asumir el caudal de representación que tiene la situación de Herman sobre nuestras vidas. Él se ha convertido en el extremo más visible y más oculto de mi indefensión. Yo también ignoro hasta cuando durará una situación que me resulta insoportable, absurda, pero, frente al caudal de injusticia a que ha sido sometido mi amigo, ante la magnitud de su sufrimiento, de la concreción y precisión con que la puerta de la justicia se ha cerrado frente a él, se supone que debo considerarme afortunado. Esta es la confusa ambigüedad a que me refería.
Lo que nos conduce a otra pregunta: ¿Existe realmente una sola puerta y un solo guardián para cada uno de nosotros? Ante la ley es uno de los cuentos de Kafka más alejados de Dios. La propuesta de una gran puerta que nos espera es una visión muy católica; la idea de que existe una sola entrada por cabeza no tiene nada de ecuménica ni de apostólica. La justicia, volviendo a Tolstoi, es como la familia: cuando entramos felices en ella parece ser la misma puerta para todos, cuando se nos niega la entrada se convierte en esa única puerta que Kafka ha descrito con devastador acierto. El guardián se encarga de aislar al prisionero, de hacernos creer que no nos conciernen las injusticias que contra él se cometen. Pero, más pronto o más tarde será la misma entrada para todos.
Estas razones me llevan a considerar que es imperdonable e insano callarse y los convoco a oponernos a una injusticia que se está cometiendo en la puerta donde todos debemos comparecer. Unas acusaciones que fueron causa célebre y de gran alharaca por la televisión y los medios, por las cuales un hombre ha sido sometido a más de dos años de encierro, de pronto, se han convertido en algo difuso, inasible, que nadie logra articular ante los tribunales.
Después de haber estado adentro, y de haberme mostrado tan débil ante mi amigo, no puedo, ahora que estoy afuera, pedir justicia con valentía. Quiero ir más allá y exigir piedad desde el mismo horror que sentí ante al tener que preguntarme a qué animal de la creación pertenecíamos. Le estoy pidiendo a sus jueces no sólo que ejerzan la piedad, sino que sean capaces de sentirla, de asumir en carne propia el valor de los días y el derecho que tiene un ser humano a esperar sentencia junto a su familia. Dicho esto, quiero dejar claro que la piedad no sustituye a la justicia, sino que le da su basamento más profundo, pues es el sentimiento que nos impulsa a reconocer nuestros deberes para con los dioses y el respeto por la condición humana.
Italo Calvino decía que Turín era una ciudad ideal para escribir, por su rigor, su linealidad y estilo. “Invita a la lógica, y, a través de la lógica, abre el camino a la locura”. Debo agradecerle a Herman el conducirme en la dirección opuesta. Al haberme permitido entrar a través de sus reflexiones –y las historias de prisión que espero alguna vez escriba– al reino de una locura donde la medida de tiempo no existe, sino sólo las prorrogas, los retrasos y los diferimientos, he podido comprender mejor la lógica de una locura difícil de entender por su misma presencia aplastante y constante. Ahora puedo ver la puerta que niega a abrirse.
Ahora sé que es la mía y será la de todos.
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