domingo, 10 de febrero de 2013


El ejemplo capital de Zimbabue

Milagros Mata Gil




Después de pagar a sus funcionarios quizá por última vez, al estado de Zimbabue le quedaron 217 dólares en sus cuentas. Ni sus ricas minas de diamantes, ni los escuetos cultivos de soya o de tabaco, ni la empresa turística pueden paliar la situación. El ministro de finanzas, Tendai Biti, dio esta dramática declaración a los periodistas el martes 29 de enero por la mañana, añadiendo que ellos seguramente eran más ricos que el Estado.
El ministro añadió que a Zimbabue no le queda otra salida que apelar a la generosidad de los donantes internacionales para financiar los gastos vitales de su población, más un referéndum constitucional y elecciones previstas para fin de año, convocatoria obligada por el rechazo y las sanciones internacionales contra el régimen de Robert Mugabe, que intentó implantar el Socialismo desde 1984 con un partido único. La experiencia duró hasta 1991, después de causar grandes daños socioeconómicos al país.
La imagen de Mugabe se ha ido transformando. Su prestigio inicial como héroe de la independencia de Zimbabue en 1980 se ha ido deteriorando, por su responsabilidad en la crisis política y económica de su país (con una inflación que ha llegado a superar el 14.000.000%) y por la dudosa legitimidad de su gobierno, al que se acusa de mantenerse en el poder durante tres décadas recurriendo al fraude electoral y la importación de votantes mercenarios, aparte del ejercicio de una violenta represión contra los opositores, acusándolos de sedición y traición. Además, se le acusa de haber instigado la masacre que tuvo lugar entre 1980 y 1987, conocida como Gukurahundi, la cual dejó un saldo de al menos veinte mil ciudadanos asesinados. Gukurahundi comenzó como una purga étnica, pero fue aprovechada para asesinar líderes de la oposición.
Fustigada por la hiperinflación desde el año 2000, la economía de Zimbabue no ha logrado recuperarse. En el 2009, el dólar local fue sustituido en todos los mercados por el dólar estadounidense, que se ha convertido en la moneda de referencia del país. Además de las sanciones internacionales, la situación se agravó por la decisión del gobierno de limitar a las compañías extranjeras, obligándolas a renunciar a sus participaciones, o expropiándolas, lo que alejó no solamente las inversiones foráneas, sino también el turismo, que visitaba las bellezas naturales del país. A todo eso se une la gran sequía que azota el país. Y por si fuera poco, Mugabe hizo participar al ejército en la guerra del Congo, entre 1998 y 2002. La dinámica decadente de la economía nacional ha sido atribuida, principalmente, a la mala gestión, a la corrupción del gobierno de Mugabe y a la expropiación de las tierras durante la controvertida reforma agraria del año 2000.
Durante las últimas tres décadas, la esperanza de vida en Zimbabue, país de poco menos de 13 millones de habitantes, bajó a 35 años, la mortalidad de niños hasta los 10 años se está ubicando en un 650 por mil y la inflación anual en un 10.000% anual. Por otra parte, la tasa de desempleo ronda el 80% de la población adulta. El país entero está abrumado por graves carencias en educación y salud, y la pobreza extrema es terrible.
Las medidas del gobierno han consistido en la regulación máxima de los precios, lo que ha llevado al cierre de más empresas, al desabastecimiento y a la detención, multa o encarcelamiento de más de cuatro mil empresarios. Hace tiempo que los billetes de la nación no son tales sino promesas de pago con caducidad (en cada billete está escrita la fecha en que caduca su valor, unos meses después). Esta situación de inseguridad monetaria ha incentivado un retorno al sistema de trueque y la aparición de un importante mercado negro.
El 21 de febrero de 2009, en momentos en que Zimbabue atravesaba la peor crisis social, económica y sanitaria de su historia, su longevo presidente, Robert Mugabe, celebró su cumpleaños junto con miles de seguidores. El fastuoso menú de la fiesta, que al parecer costó más de 250.000 dólares, incluyó champán, coñac, vinos finos, langosta, caviar, carnes diversas y frutas. La fiesta coincidió con el pedido de Zimbabue a otras naciones africanas de 2.000 millones de dólares para restaurar los sistemas de salud, educación y aguas del país. Por lo demás, Mugabe se hizo más notorio al emprender una campaña de purgas y terror estatal (el Gukurahundi) que se intentó justificar como una respuesta a la amenaza de un golpe de estado auspiciado por sus rivales opositores. Actualmente, Mugabe cuenta con el apoyo internacional de los gobiernos de China, Venezuela y Gabón. Por otra parte, Estados Unidos y la Unión Europea están propiciando más sanciones contra el gobierno de Mugabe, al que consideran ilegítimo.
Por lo pronto, Mugabe, cuya fortuna personal es enorme, gobierna, si así puede decirse un Estado Indigente, arrastrado a esa indigencia por los abusos de poder, la corrupción y las trampas de un partido gobernante que no dio a sus ciudadanos ninguna suma de felicidad.


A PROPÓSITO DEL "PUÑO DE HIERRO CONTRA LOS ESPECULADORES"



Angel Alayón


La declaración del Vice-Presidente Maduro me recordó este texto que publiqué en mayo de 2010:
En los tiempos en que Sócrates deambulaba por las plazas de Atenas haciendo preguntas a sus conciudadanos, la alimentación de los griegos dependía de las importaciones de trigo. Cambios bruscos en las condiciones climáticas disparaban los precios del cereal hasta el Olimpo y en las calles de Atenas se escuchaban las quejas, cada vez más ruidosas, sobre lo costosa que se ponía la vida. Ante el fenómeno inflacionario de los alimentos en Atenas —y las demandas del pueblo—, las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto: el gobierno ateniense estableció el primer control de precios conocido en Occidente. Ningún comerciante podía vender el trigo a un precio superior al fijado por las autoridades. Aquella noche, luego de emitir el decreto, los gobernantes durmieron tranquilos convencidos de que habían solucionado el problema del precio de los alimentos.
No fue difícil para los griegos, observadores por naturaleza, notar que los comerciantes continuaron vendiendo el trigo a un precio superior al establecido por las autoridades. El escándalo fue mayúsculo, así que el gobierno no toleró la “burla” de los comerciantes y decidió profundizar la política: se conformó un ejército de inspectores de cereales (llamados Sitophylakes), quienes tenían como objetivo vigilar el estricto cumplimiento del control en los mercados atenienses. De acuerdo con Aristóteles, la función de los inspectores de precios era “observar que el precio al que se venden los cereales es justo, que los molinos vendan las harinas a un precio proporcional al costo de los cereales, que los panaderos vendan el pan en proporción al precio del trigo, que el pan tenga el peso fijado por la regulación”.
Una vez creada la institución precursora de los organismos de protección al consumidor, se esperaba que el control de precios funcionara. Pero la realidad se contrapuso a las ilusiones de los reguladores. Atenas se debatía ante un dilema: enfrentar una escasez de cereales o permitir precios mayores que los regulados. En esa encrucijada, la ciudad-estado decidió endurecer su política en contra de los especuladores e instauró la pena de muerte para los comerciantes que violaran el control de precios: vender a un precio mayor al regulado se pagaba con sangre en las calles de Atenas.
A pesar de las muertes “ejemplarizantes”, el dilema continuó intacto: o había escasez o los productos se vendían a un precio mayor. Pronto las autoridades griegas pensaron que el incumplimiento del control era causado por la ineficiencia y la corrupción de los inspectores y, en consecuencia, procedieron a establecer la pena de muerte para los empleados públicos encargados de la supervisión de la política. En caso de que se encontraran violaciones al control de precios en la jurisdicción que les correspondía supervisar, ya no sólo sería ejecutado el comerciante sino también el inspector encargado de vigilar el cumplimiento del control.
Varios historiadores narran cómo el control de precios ateniense fracasó, aún cuando el solo intento costó la vida de muchas personas. Los griegos tuvieron que reconocer que una cosa es el precio del producto que aparece impreso en una resolución y otra su valor, determinado por la oferta y la demanda.
Mugabe no aprendió de los griegos
Imagine una economía en la que los precios se duplican diariamente. A ese endemoniado ritmo —endemoniado porque sólo el demonio podría crear algo así; el demonio de la mala política económica— llegó a crecer la inflación en Zimbabwe. La cifra oficial durante el 2008 alcanzó la ilegible cifra de doscientos treinta y un millón por ciento anual (231.000.000.000%). El dinero no valía nada y los ciudadanos de Zimbabwe sobrevivían en medio de uno de los fenomenos económico más temidos: la hiperinflación. Pero regresemos la película de Zimbabwe ocho años y vayamos hasta el 2000.
Desde principios del 2000, Zimbabwe sufría las consecuencias de la desinversión que implicó la confiscación de las tierras de los hacendados blancos y de una política monetaria expansiva financiada por el Banco Central. Los precios comenzaron a subir, al principio con cierta timidez, alcanzando para el año 2000 un 54%. Cinco años después, los precios crecían a un 585,4%  anual y ya para el 2006 los precios rompieron la barrera de los mil (1.281%).
Robert Mugabe, como los antiguos griegos, se enfrentó a un dilema y —sin aprender de aquella experiencia— decidió perseguir a los comerciantes culpándolos del proceso inflacionario. En diciembre de 2006, Burombo Mudumo y Lemmy Chikomo, de Lobels Bakery, fueron sentenciados a cuatro meses de prisión por vender el pan por encima de los precios regulados. El magistrado que dictó sentencia dijo, con una impecable lógica ateniense, que “el encarcelamiento debería servir de advertencia a otros potenciales violadores de la Ley”. Los panaderos, ahora presos, argumentaron en su defensa que habían enviado cartas a los ministerios encargados de la regulación de precios advirtiéndoles que si vendían a los precios establecidos —precios que no habían sido modificados durante un largo tiempo— se verían obligados a parar la producción. Nunca recibieron respuesta y, ante el dilema, decidieron producir y vender. No creían que serían castigados con la pérdida de su libertad, pero entre rejas se vieron.
Los precios aceleraron su ascenso, así que Mugabe decidió tomar cartas en el asunto y decidió prohibir la inflación. Sí, leyó bien: prohibir la inflación, ilegalizarla. Emitió un decreto que obligaba a disminuir de forma inmediata en un cincuenta por ciento (50%) todos los precios de la economía y, luego de esa extraordinaria reducción de precios, nadie podría subirlos nuevamente.
La política de Mugabe tuvo consecuencias inmediatas: en solo un fin de semana los consumidores agotaron todas las existencias de alimentos y electrodomésticos. En la mañana del lunes los comercios amanecieron vacíos y unos cuantos comerciantes despertaron tras las rejas por presunta especulación y acaparamiento. A partir de ese momento era prácticamente imposible conseguir carne, sal, azúcar, pan, leche o aceite. Zimbabwe. Los economistas desistieron de la idea de medir la inflación por una razón: los precios eran irrelevantes pues no había productos.
La situación en Zimbabwe ha mejorado desde el 2009. Mugabe aceptó el uso de moneda extranjera como medio de pago y comenzó un proceso de liberación de los precios. Incluso ha dado señales de permitir el retorno de los antiguos hacendados a sus tierras. Zimbabwe es un país que continúa errando en un complicado laberinto político y económico, pero, paradójicamente, ahora lo transita tomado de la mano del Fondo Monetario Internacional, su antiguo enemigo.
El mercado indómito y la escasez en el siglo XXI
El incremento sostenido de precios nunca ha sido popular. La tentación de controlar los precios siempre está presente en las economías inflacionarias. Sin embargo, el fracaso de los controles de precios se ha repetido a lo largo de la historia. Si productores y comerciantes no pueden recuperar sus costos y tener una legítima expectativa de ganancias que permita compensar los riesgos del emprendimiento y la reinversión en la ampliación de la capacidad de producción, la oferta de los productos disminuirá y terminarán encareciéndose en perjuicio de los consumidores.
Si la inflación es impopular, la escasez puede serlo aún más. En condiciones de escasez, los productos no se consiguen en las cantidades deseadas y la mayoría de las veces se debe recorrer varios sitios antes de conseguir el producto… si se consigue. Las ventas se racionan y sólo puede comprarse una determinada cantidad de productos. Bajo escasez, los productos se encarecen incluso a un nivel superior al precio que hubiera sido necesario para evitar la escasez. Paradójicamente, una política que tiene como intención evitar que los precios se incrementen termina aumentándolos aún más.
Carne y cordura
La cronológicamente lejana historia de los griegos (y la cercana de Zimbabwe) debe recordarnos que perseguir a los productores y los comerciantes nunca ha solucionado el problema de incrementos de precios sostenidos. La inflación es como la fiebre: un síntoma, no una causa. No se debe curar la fiebre: debe curarse la infección que ocasiona la fiebre. Si el precio al que se vende la carne y otros productos no permite recuperar los costos, no hace falta ostentar la sabiduría de Sócrates para saber que, como en un acto de magia que nadie quiere ver, los productos irán desapareciendo de los anaqueles.
Y cuando un producto desaparece del anaquel, su precio es infinito.

(tomados de PRODAVINCI)

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