domingo, 10 de febrero de 2013

RETORNO HACIA BRICEÑO-IRAGORRY



ELÍAS PINO ITURRIETA |  
EL UNIVERSAL 
Como se sabe, Mario Briceño-Iragorry fue un destacado historiador y pensador que luchó por la democracia venezolana durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. En su batalla contra la autocracia dejó letras fundamentales, en las cuales manifestó profundo pesimismo ante el destino de la colectividad. Pensé que exageraban los sombríos análisis de los hombres de su época, postrados ante la militarada de turno, pero considero que ahora vale la pena volver a esas observaciones que no tocan directamente al gobierno que lo aventó al ostracismo y a experimentar duros padecimientos, sino a la sociedad que hizo poco para evitar los desmanes de una década ominosa. Quizá su comentario sirva para entender muchas de las acciones, pero especialmente las omisiones de la sociedad de nuestros días. 

En Mensaje sin destino, uno de sus textos más conmovedores y retadores, se detiene en la incapacidad de los venezolanos que inician la segunda mitad del siglo XX, para enfrentar los retos de la modernización y la democracia. La gente sin preparación para la arquitectura de un proyecto ciudadano y para evitar el huracán del imperialismo, predomina en sus páginas. La trivialidad de la comarca minera que marcha de espaldas a su historia, es el fardo que más pesa en su pluma. Un agobiante fardo, no en balde asegura que: "no somos pueblo en estricta categoría política, por cuanto carecemos del común denominador histórico que nos dé densidad y continuidad de contenido espiritual, del mismo modo que poseemos continuidad y unidad de contenido en el orden de la horizontalidad geográfica". Afirmación pavorosa, debido a que niega la existencia de nexos con la obra de los antepasados y la consiguiente posesión de elementos comunes para desarrollar una conducta compartida a través de la cual se pueda concretar un proyecto republicano. 

Pero, ¿por qué llega a una sentencia tan contundente y negativa? Lo sostiene más adelante: "para que haya país político en su plenitud funcional se necesita que, además del valor conformativo de la estructura de derecho público, erigida sobre un área geográfico-económica... exista una serie de conformaciones morales, espirituales, que arranquen del suelo histórico e integren las normas que uniforman la vida de la colectividad... Se requiere la concepción de un piso interior donde descansen las líneas que dan fisonomía continua y resistencia de tiempo a los valores comunes de la nacionalidad, para que se desarrolle sin mayores riesgos la lucha provocada por los diferentes modos que promueven los idearios de los partidos políticos. Antes que ser monárquico o republicano, conservador o liberal, todo conjunto social debe ser pueblo en sí mismo". Del fragmento se desprende una alarmante conclusión: Venezuela apenas existe como jurisdicción política en términos superfluos, es una configuración en el aire, un edificio sin sillares. 

Trabaja el tema en otros aportes esenciales como La hora undécima y Aviso a los navegantes, que llaman la atención de los lectores de su tiempo y los animan a reaccionar contra la tiranía, pero también en cartas que solo conocen sus destinatarios y en cuyos folios se expresa en términos desgarradores. Veamos, por ejemplo, tres fragmentos de misivas remitidas a su amigo el jesuita Pedro Pablo Barnola. El primero: "no puede usted saber cómo me siento por las noticias venezolanas. Mientras más me llegan, más contristado me pongo. El anuncio de tanta porquería me conduce a estados de postración que hacen temer por mi salud". El otro: "con qué entusiasmo he escuchado a gente tenida por honesta, haciendo el panegírico de asesinos y de ladrones públicos. Eso me duele mucho". El tercero: "Venezuela es un caso moral. Lo que hoy reina en nuestro país es una farsa de orden, con cuyo apoyo se relaja la conciencia nacional". La magnitud y la tristeza de la rabia que no manifiesta en sus impresos, la frustración que lo embarga y que no desnuda del todo en los ensayos dirigidos al público, encuentra descarga en un puñado de allegados entre quienes está un sacerdote de su intimidad. 

Mario Briceño-Iragorry escribió sobre los horrores de su tiempo y para los venezolanos de entonces, desde luego. La pesadumbre de una época negra lo llevó a producir páginas que en esencia se vinculan a vivencias específicas y que no se pueden considerar en la posteridad como juicios inamovibles, ni como sentencias inapelables. Como todas las plumas, la suya tuvo ataduras temporales. Fue prisionero de su historicidad, como todos los hombres. Sin embargo, como el país insiste en reflejarse en pecados remotos, o que parecen remotos; en situaciones que permiten acudir sin exageración al socorro de las analogías, pese a que habitualmente son arbitrarias; en faltas que no parecen inéditas, sino semejantes a otras anteriores; en aprietos debido a los cuales la referencia hacia llamados a la conciencia hechos ayer con lucidez y valentía se convierte en obligación, no es inoportuna la vuelta hacia las páginas de un pensador que dio la cara sin remilgos cuando lo obligó su rol de hombre público y de autor reconocido. Tal vez sea distinta la sociedad de nuestros días, pero tal vez no tanto. Quizá sirva el pesimismo de ayer para mirarnos en el espejo aterrador de la actualidad, y para después tratar de librarnos de su imagen y de lo que hicimos o dejamos de hacer para formar parte del cuadro. De allí el retorno que el escribidor intenta hacia las lecciones de un gran venezolano. 

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