Colette Capriles
Cobra fuerza (o, al menos, centimetraje o espacio mediático, como prefieran) la lectura política de la renuncia de Benedicto XVI, al estilo de El País, que la caracteriza como el reconocimiento de la incapacidad de Ratzinger para lidiar con la corrupción vaticana, sin verdaderamente articular el argumento y contribuyendo más bien a las teorías de la conspiración que tanto prosperan cuando se trata de la Santa Sede.
Así, se insiste en que el Papa ha terminado por cansarse de la presión del “poder vaticaliano en la sombra’, aliado de hierro de ese gran pecador llamado Silvio Berlusconi”, etc.
Sería el “ultracatolicismo” el ganador de este round. Lo que es relevante en este caso, en mi opinión, es que en definitiva, la Iglesia Católica está frente a un dilema histórico de enormes proporciones que Ratzinger mismo, con su renuncia, califica de dramático. Quiero decir: Benedicto XVI está comunicando algo al renunciar; hay algo que él mismo califica como superior a “sus fuerzas”.
La renuncia a la investidura papal es algo desconocido en tiempos modernos, y quizás allí esté el mayor gesto de Ratzinger, un erudito que ha sopesado el significado de ese acto.
El hecho de que el papado sea vitalicio está evidentemente ligado a la idea de la infalibilidad del pontífice; y esto es lo que se resquebraja en el acto de renuncia. Así, Ratzinger, que tantas veces fue descrito como el protector de un statu quo, termina su actuación pública con un acto subversivo.
¿Glasnost y perestroika? ¿Es ese el mensaje de Ratzinger? Esto obliga a pensar en que hay momentos políticos en los que lo esencial no es seguir manteniendo un precario equilibrio de fuerzas, sino, por el contrario, desequilibrar.
Cambiar la situación dejando de participar en ella, pero con un gesto de responsabilidad política. Y esto nos toca profundamente a nosotros porque nuestro déficit democrático en definitiva tiene su origen en un déficit ético: la ausencia de responsabilidad política. Tampoco entre nosotros se estila la renuncia. Nos renuncian, más bien.
Quizás ya ni memoria tenemos de lo que significa ser responsable políticamente. El ejercicio del poder se entiende como una voluntad que se expande indefinidamente y que sólo tiene por límite la fuerza que el adversario pueda ejercer. Sus límites no son los de la Constitución o los del sentido común, sino los frenos que aquellos que se sienten perjudicados por la voluntad de poder puedan en un momento dado establecer. En la práctica, siempre viene del resentimiento, ese límite al poder. Quien lo ejerce, por el contrario, se siente investido de la omnipotencia que justifica todo.
Lo que conduce a una especie de pensamiento mágico de inspiración polibiana: los cambios políticos se producirían por crisis y decadencia del régimen, lo que conduciría a un desequilibrio casi que natural, y en definitiva, basta con estar ahí, en el buen momento y lugar, para tomar el relevo.
Es verdad que el chavismo aparece así, como resultado de una oportunidad, como conspiración de la fortuna maquiaveliana, pero en su código genético está, sobre todo, una voluntad de perseveración, de trascendencia, que lo conduce por derroteros impensables en un mundo moderno, articulándose como una especie de monarquía de derecho divino frente a sus súbditos expectantes.
Derroteros más impensables aún considerando que la más antigua de las instituciones occidentales, aquella que nos comunica con la trascendencia, se encuentra hoy desafiada a examinar su propia forma mundana.
(tomado de El Nacional)
No hay comentarios:
Publicar un comentario