KARL KRISPIN
Una de las características que describe Umberto Eco en su implacable y lúcido ensayo sobre el fascismo eterno es su recurrencia a la neolengua de “léxico pobre y sintaxis elemental que limita el razonamiento complejo y crítico”: vale decir, las repeticiones vacías que aleccionan a una población para que se acomode a la sumisión y se reprograme neurolingüísticamente. Los autoritarios rediseñan la representación del pasado, el presente y hasta la idea del futuro sobre una serie de invenciones en beneficio de un proyecto dominador. Estos regímenes se empeñan en la arquitectura de una historia reclasificada, plagada de estribillos patrioteros, cursis y retóricos al servicio de un presente al que justifican como eterno. No en balde el Führer hablaba de mil años de nacionalsocialismo que se fueron por el bajante del porvenir después de que el agitador de cervecerías envenenó a su pastor alemán, ofreció una gragea de cianuro a su consorte y se alojó una bala de su Walther PPK en la sien. Toda la gritería de Mussolini terminó colgada en una estación de Milán. Los imperios y las potencias prometidas finalizan antes de lo previsto y con ellos toda la quimera de refundación del nuevo hombre y su nuevo idioma.
A fuerza de machacarse, en nuestro país muchos creen de veras que existió algo llamado la Cuarta República. Ni siquiera ha nacido y lo peor es que se ha enraizado de forma tal en nuestro ADN cultural que costará olvidar en lo venidero este rocambolesco término sin relación alguna con nuestro acontecer. Hablamos de la Segunda República Española para diferenciarla de la primera porque entre ambas, la de 1873 y la de 1931, medió la restauración borbónica. En 1811 cuando decidimos arriar los gonfalones del Reino y abjurar de nuestra devoción a la Corona, instauramos un sistema republicano. Este pacto político no sucumbió porque sus creadores continuaron haciendo la Independencia para defender la entidad de la novedosa creación. En 1819, y particularmente con la Constitución de Cúcuta de 1821 sí hubo un cambio sustancial porque Venezuela se integró a la República de Colombia (Nunca la Gran Colombia, que es una fantasía de los historiadores. No hay un solo documento oficial con el sello de la Gran Colombia. Bolívar en 1830 se despide de los colombianos, no de los grancolombianos) con lo que podría argüirse que se conformó una Segunda República. En 1830 de vuelta a nuestra condición soberana e independiente, siendo que medió entre 1821 y el año 30 otra adscripción político-territorial, entonces surgió quizás la Tercera República. Quizás, porque más allá del cambio constitucional, continuamos siendo república, al margen de su peculiaridad institucional. Si cada cambio constitucional alumbra una república rolliza y recién nacida, tendríamos que somos la número 26. O estamos en la república primera que nunca hemos dejado de ser o en la tercera, si marcamos como guía el paréntesis colombiano.
Toda la indigestión de la número cinco vino por imitar el acento gutural de la Quinta República Francesa, trabajo de filigrana realizado por los teóricos de un flamante y arrogante Estado, encabezados por el ex constituyentista Jorge Olavarría quien de paso también se atrevió a imaginar el gobierno comunal. La importancia del estudio sereno y objetivo de la historia sirve para que no nos estafen con la manipulación y su contrabando. Evidentemente, si este orden de cosas inaugurado en 1999 desprecia y escupe sobre el pasado, lo apareja al caos y desea proclamar un genoma político sin parentela comprobada, es necesario que entienda, si de bautizar cronológicamente repúblicas se trata, que tal vez muy a su pesar constituya no otra cosa que la auténtica e incuestionable Cuarta República.
TOMADO DE EL NACIONAL
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