domingo, 17 de febrero de 2013

Preguntas

      Jorge Edwards
Recibo preguntas amistosas, preguntas llenas de complicidad literaria, mensajes de lectoras cariñosas, acompañados de besos, y preguntas que no son preguntas, que son declaraciones furibundas, politiqueras, avinagradas. Quiere decir que no voy tan mal, que no provoco reacciones uniformes. Me sugieren, por ejemplo, que les diga algo a los gerontócratas que gobiernan en Cuba. No sé si la palabra existe en el diccionario, pero convendría añadirla. Junto con la palabra gerontocracia. Que imiten, contesto, a Benedicto XVI, y espero que todos, como buenos entendedores, entiendan.
No aferrarse al poder, a los honores, a los cargos, admitir la alternancia, reconocer los límites personales, son formas de modernidad. Es no creer que seamos indispensables, insustituibles, únicos. Con su renuncia, al menos desde mi punto de vista, el Papa actual hace más por el prestigio de la Iglesia que con largos discursos y gestos. Me encantaría imitarlo, pero hay cambios, en todas las viejas instituciones, que son más difíciles que arrancarse un diente. La noción del personaje aferrado, apernado, inconmovible en su decrepitud, es para mí detestable y tiene un aspecto ridículo evidente. Habría sido muy bueno, a mediados del siglo XX, derrocar a Hitler por el ridículo y a Stalin por la misma razón. Cuando uno ve a Hitler, en los viejos documentales, saltando, gesticulando como un mono, llegando a paroxismos verbales, piensa en cómo lo pudieron seguir tantas personas. Aun cuando muchos no lo siguieron, y tuvieron que callar. Y cuando se sabe del terror que provocaba la sola presencia de Stalin, uno piensa en la dificultad y la estupidez de vivir en esa forma, provocando miedos irracionales (o demasiado racionales). He leído los largos diarios de la guerra, de la ocupación de París, del servicio en el frente del Este, del regreso a la Alemania recién derrotada, de Ernst Jünger, y me he quedado pensativo y hasta confundido. ¿Cómo beber champagne de la mejor clase, cómo contemplar las alas, las patas, las trompas de un insecto, los pistilos de una flor, cómo hablar durante horas de poesía lírica, en medio de la conflagración universal, entre las bombas? Son grandes misterios de la naturaleza humana. Si hubiera existido el hábito del cambio, de la alternancia, de entregar el poder en el momento oportuno, la permanencia de los dictadores desastrosos de nuestro pasado reciente no habría sido tan fácil. Pero esa permanencia, esa eternización, eran celebradas con grandes nubarrones de incienso cortesano, político, literario. Lo hemos visto hasta hace muy poco y a menudo lo seguimos viendo. En las cercanías de los poderes fácticos, los pateros, los aduladores, los sujetos rastreros, abundan.
La literatura es una cuestión de lenguaje. Y una de sus ventajas, o de sus virtudes, consiste en que el lenguaje no se somete con facilidad. Yo no podría describir la obra de Benedicto XVI, el sentido final de su pontificado, pero veo un proceso silencioso. Siempre los procesos silenciosos, reflexivos, independientes de tendencias fijas, de ideologías anquilosadas, me parecen interesantes. En algunos aspectos, da la impresión de que fue un pontificado conservador. En materias de costumbres, siguió las corrientes más tradicionales. Pero el Papa Ratzinger, en su tiempo, fue un notable experto en el Concilio Vaticano II. Es decir, en una gran corriente reformadora y renovadora. Y ahora dicen que consiguió reconciliar a la iglesia consigo misma. No sé qué significará esto, pero no me disgustaría entender. Lo digo porque leo en estos días una notable biografía de un santo católico de Inglaterra, Tomás Moro. Moro fue humanista, utopista, teólogo, hombre de Estado y hombre laico, buen padre de una numerosa familia. Fue decapitado por oponerse a la política independentista, antipapal, de Enrique VIII. Dicen las crónicas que era un hombre de meditación, de contemplación, de incesante humor. Parece que hacía bromas a cada rato. He conocido a muchos personajes de esta naturaleza y he sentido afecto por ellos. Un humorista caudaloso, chispeante, ocurrente, era el músico Acario Cotapos. Si nadie se acuerda hoy día de Acario, no es culpa de él, es culpa y vergüenza de todos nosotros. Cuando Tomás Moro, hoy día santo de la iglesia, subió al cadalso, se puso a bromear con el verdugo. Le dijo que tenía un cuello muy estrecho y que tenía que dar el hachazo con el máximo de precisión. No sabemos qué respondió el verdugo, si es que respondió algo. Es probable que estuviera más nervioso que su víctima. El gran amigo y compañero intelectual de Tomás Moro fue Erasmo. Otro gran ensayista inglés de esa época fue Francis Bacon. Montaigne, un poco más joven, fue amigo y corresponsal frecuente de uno de los hermanos de Bacon. Admiraba la filosofía de Erasmo de Rotterdam y solía traducirla de los originales en lengua latina. Había una red de inteligencia, de amistades humanistas, de hombres de cultura superior. Ahora tenemos adelantos tecnológicos, pero no adelantos en sabiduría. La renuncia de Benedicto XVI fue un gesto humano, digno de épocas mejores. 

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