La sociedad petrificada
Elías Pino Iturrieta
La actual situación de Venezuela no se puede explicar con facilidad. Nos encontramos en el medio de un pantano frente a cuyas conminaciones carecemos de respuesta, en el centro de un escenario que invita a la impotencia colectiva de la cual se nutre ese escenario como pocas veces antes. Los venezolanos de la actualidad no nos podemos reflejar en el espejo del país de épocas pasadas, ni siquiera en la Luna opaca de los tiempos más oscuros. Dimos muchos tumbos entonces, pero manifestamos la voluntad de salir del atolladero. Tal vez nos parezcamos a los antepasados que se postraron en silencio ante la vergüenza del gomecismo; o a otros de antes, a los más antiguos que aplaudieron y acompañaron sin rubor el personalismo monaguero, pero cuesta trabajo encontrar otros lapsos en los que se experimentara una sensación colectiva de abandono ante las befas del autoritarismo, de indiferencia frente a la manipulación del poderoso, de negligencia ante el espectáculo de un país condenado a la pérdida de los valores cívicos y de la convivencia republicana atesorados a través de su historia.
Tal vez el afiche utilizado por el oficialismo para la reelección del presidente Chávez resuma la situación. Todavía está colgado en las avenidas y en las autopistas, como para que nos demos cuenta cuando lo observamos del precipicio en el cual nos regodeamos sin hacer mayor cosa para alejarnos de sus peligros. Es la imagen de un individuo corpulento, lleno de vida y capaz de convidarnos a la esperanza; la efigie de un afable atleta ante cuyos atributos puede confiarse el electorado hasta el punto de permitir que se ofrezca como único motor de la vida pública. Pero es en realidad la ocultación de un organismo enfermo, de un cuerpo debilitado que se muestra lleno de fortaleza ante los ojos de un pueblo que conoce o intuye desde la víspera la noticia de sus padecimientos, la inminencia de su desaparición física, pero que está dispuesto a jurar por la verdad del cartelón, por la lozanía divulgada en el anuncio, por las cualidades de un campeón que, si no pudo ganar en buena lid las batallas anteriores, difícilmente lo puede hacer cuando debe limitar sus hazañas a las paredes de un hospital. Es la paradoja de la engañifa que no existe, aun cuando se haya preparado expresamente para pescar incautos. ¿Acaso no se destina a una sociedad que quiere ser engañada, a los peces que se sienten felices cuando muerden el anzuelo?
No han faltado análisis dignos de atención sobre lo que el historiador Briceño- Iragorry llamó durante el perezjimenismo crisis de pueblo: el carisma del caudillo, las presiones de la autoridad, el dinero dispuesto para fines electorales, la complicidad del CNE y del resto de los poderes públicos, les dan cuerpo. Son factores dignos de atención, pero no bastan para diagnosticar la existencia de una sociedad petrificada, de un conjunto de seres humanos que no saben evitar el maltrato propinado por quienes los gobiernan, o que no manifiestan conductas capaces de mostrar su incomodidad ante el maltrato. O que, ¿por qué no?, se pueden sentir gratificados por el maltrato. Aun cuando el maltrato pueda encontrar origen en fuerzas aparentemente remotas como las que se encarnan en la persona de Raúl Castro y a las que vemos como quien ve llover, con algunas exclamaciones de molestia que no pasan de la exclamación sin llegar a la molestia concreta. Un caso tan escandaloso de petrificación, de reunión de individuos convertidos en piedras pisoteadas por los poderosos, de sujetos insensibles ante su injuria y ante la posibilidad de un cambio, obliga a reflexiones de mayor profundidad que el escribidor no puede ofrecer ahora, pero que invita a realizar mientras se mira más allá de lo evidente.
De las faenas del chavismo brota la posibilidad de una de esas reflexiones, en espera de mejores luces: el hecho de habernos conducido, a todos y a cada uno, al submundo de las pulsiones primarias que evitan la alternativa del raciocinio, del pensar en conjunto una salida plausible frente a un problema que requiere atención específica y cuidadosa. ¿Cómo van a ponerse a pensar en temas que los trascienden, quienes solo son acicateados por el miedo de salir a la calle, por el temor de perder la bolsa y la vida? ¿Pueden ver más allá de sus narices los pobres individuos medrosos que se mueven por el odio y la desconfianza hacia el prójimo, sin saber a cabalidad el motivo de sus sentimientos y sin preocuparse por saberlo, tan atareados que están en comportarse como animales cuidadosos de su guarida y de un destino que, según sienten, no depende de nadie más? ¿No resulta más fácil, pero también más cómodo, entregarse a la inútil ilusión del amor que prodigará un gobernante capaz de resucitar como redentor y de proteger a los enanos, mientras se opera la perfección del reich dorado e infinito a cargo de sus subalternos? Es anteponer mi solución a la del vecino. Es la vuelta al individualismo más rudimentario, a los relatos y a los episodios autobiográficos que se expresan en términos elementales sin posibilidad de vincularse con lo gregario, mucho menos con los antecedentes históricos. Es la negación de las ideas expuestas y convenidas entre todos. Es la reposición de lo antediluviano, en relación con la república pensada hace doscientos años. Solitario lector, si usted se pone a cavilar, después de ver otra vez hacia un afiche que sigue animando prosélitos, difícilmente topará con una petrificación más consistente.
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