FRANCISCO MONALDI
La victoria presidencial de Mauricio Macri en la Argentina es histórica en múltiples dimensiones. En primer lugar, porque es la primera vez en casi un siglo que los argentinos eligen democráticamente un presidente que no es ni peronista, ni radical. En segundo lugar, porque es también la primera vez que eligen democráticamente un presidente que se puede catalogar como de centro-derecha (aunque cuidadosamente no se autodefina ideológicamente). Finalmente, porque es el primer presidente de centro-derecha que sale victorioso en uno de los países gobernado por el populismo de izquierda que ha imperado en la región durante la última década. ¿Representa la victoria de Macri el principio de una nueva tendencia, o terminará siendo una anomalía histórica, sin mayor significación? Solo el futuro nos permitirá dilucidarlo.
Para la Venezuela actual tiene claras implicaciones dado que llega a la presidencia de un país hasta ahora importante aliado del chavismo, un declarado adversario, que ha hecho de la defensa de la institucionalidad democrática en la región y en particular en Venezuela, un tema de campaña. También porque simboliza un quiebre de tendencia importante dentro del movimiento populista que inició y lideró Chávez a nivel continental, y por tanto pudiera reflejar el principio del fin de dicho movimiento. Adicionalmente, el trascendental cambio en la tierra del tango nos ofrece una excusa para ver el futuro de Venezuela en el espejo de la historia Argentina.
Desde que Hugo Chávez ganó la presidencia en 1998 mucho se ha hablado de los paralelos históricos con la figura histórica de Juan Domingo Perón: ambos fueron militares que participaron en conspiraciones golpistas; ambos se convirtieron en líderes populistas nacionalistas que ganaron elecciones por amplio margen y fundaron movimientos personalistas con gran arraigo popular; ambos utilizaron una retórica basada en la definición de enemigos: antiimperialista, antioligarca, anticapitalista; ambos despreciaban profundamente las instituciones de la democracia liberal y de la economía de mercado; ambos crearon un culto a la personalidad y rescribieron la historia oficial del país a su imagen y semejanza; ambos movilizaron e incorporaron a la política a segmentos excluidos de la población más pobre; ambos se beneficiaron de la abundancia de rentas de recursos naturales en dos de los países más ricos de la región, pero que venían de periodos de alta conflictividad social y política; y finalmente, la historia converge cuando el peronismo gobernante de los Kirchner se identifica con Chávez y se convierten en incondicionales aliados. Perón era inicialmente claramente fascista y anticomunista, y no es casualidad que el general Perón se viniera a refugiar en la Venezuela del dictador Pérez Jiménez y luego del derrocamiento de este, se mudara a la España de Franco. Sin embargo, el peronismo en los setenta desarrolló una fuerte corriente radical de izquierda, de la que los Kirchner son representantes. Por tanto, el peronismo y el chavismo también coinciden en tener entremezcladas esas tendencias aparentemente contradictorias de militarismo-fascistoide con radicalismo de izquierda, unidas por su autoritarismo y antiliberalismo.
Antes de seguir con esta reflexión, una digresión personal. Siempre me ha fascinado la Argentina. Desde que era adolescente he leído mucho sobre historia argentina, incluyendo varias biografías de Perón y libros sobre el peronismo. No es casualidad, mi padre es argentino, mi nono era ítalo-argentino y mi nona catalana-argentina, mis tíos y primos paternos son argentinos, porteños y cordobeses. De niño viajé casi todos los años a la Argentina y tengo gratísimos recuerdos de ellos. Buenos Aires sigue siendo hoy una de mis ciudades preferidas en todo el mundo, y desde el 78 he sido entusiasta seguidor de la selección Argentina de fútbol. Me encanta el tango, Astor Piazzola y Charly García, las medialunas con dulce de leche, las mollejas, el chimichurri, la pizza fugazza y la de jamón con morrones. Soy entusiasta del cine argentino, de Les Luthiers, de Quino y de las librerías y cafés porteños. En la última década he desarrollado buena amistad con economistas y politólogos argentinos, de quienes he aprendido mucho, y que al igual que yo están fascinados por entender: ¿qué le pasó a la Argentina? Un país que era a principios del siglo XX de los más ricos del planeta, a la par con Canadá y Australia, pero que se quedó rezagado económicamente, incluso a nivel regional. La democracia con el nivel más alto de riqueza que llegó a colapsar. En fin, un maravilloso país, cuya historia, como ya es cliché, es un tango.
Por supuesto no escasean las interpretaciones, económicas, sociales, culturales y políticas de la aparente “maldición” Argentina, pero una de las que a mí me hace mucho sentido es una mezcla de polarización política con debilidad institucional. Ningún presidente no peronista ha podido terminar su mandato constitucional en casi un siglo, a los Perón (al propio y a Isabelita) los derrocaron los militares, y a los peronistas no les permitieron participar en las elecciones por casi dos décadas.
Aunque la polarización y la disfuncionalidad política en Argentina tienen raíces previas a Perón, sin duda que el legado de ese comandante se parece mucho al de su versión tropical más reciente. El original dividió al país entre peronistas y antiperonistas por décadas. Su intento totalitario por dominar al país dejó profundas cicatrices. Los militares derrocaron a Perón en 1955 cuando la economía argentina estaba colapsando bajo el peso de un populismo desbocado, pero en los sectores populares quedó el recuerdo de los buenos tiempos y el contraste con los dolorosos ajustes económicos de los gobiernos militares. El peronismo no aprendió de sus errores, al menos no íntegramente, en parte porque no pagó los costos electorales de su irresponsabilidad y en parte porque los militares represores jugaron un papel nefasto en la política argentina. La Argentina ha vivido desde entonces bajo una realidad de volatilidad política, institucional y económica, con violentos movimientos pendulares de política económica y una gran ausencia de políticas de Estado de largo plazo. Con un marco institucional disfuncional, que genera pocos incentivos para la cooperación, y que promueve que los gobernantes jueguen fuera del tablero y tengan cortos horizontes temporales. El profundo desprecio de Perón por las instituciones democráticas y los límites al poder sin duda contribuyó a debilitar la fibra institucional del país, pero tanto o más contribuyó la reacción antidemocrática de las élites económicas y militares. Aun así, la realidad es que tres cuartos de siglo después de su surgimiento, el peronismo sigue dominando la política Argentina e incluso Macri, como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, sintió la necesidad de levantar una estatua de Perón y ponerle su nombre a una plaza, días antes de las elecciones.
Pero ¿qué tiene esta historia que ver con la Venezuela de hoy? El próximo domingo la oposición venezolana está posicionada para obtener una contundente victoria en las elecciones legislativas y se abre el panorama de una posible transición hacia una democracia institucionalizada. Pero en un país altamente polarizado, tanto dentro del chavismo como en algunos sectores de la oposición, hay quienes plantean un juego suma-cero, un todo o nada, que no reconoce la legitimidad del adversario y que puede ser muy destructivo hacia el futuro. Si el chavismo no aprende la lección y continúa con sus pretensiones totalitarias después de la derrota electoral, o si la oposición lee equivocadamente la victoria y no entiende que el chavismo sigue representando una porción muy importante del país, siendo Chávez, todavía hoy, un referente positivo para la mitad de los venezolanos, estaremos sembrando las semillas de la inestabilidad institucional y política futura, cuyos frutos hemos visto en la Argentina durante décadas. La idea de que el chavismo es tan solo “una pesadilla” de la que nos vamos a despertar es por tanto muy peligrosa.
Para poner un referente histórico local, el chavismo no es el perezjimenismo que pudo ser excluido del sistema político puntofijista sin mayores consecuencias (y aun así aquel comandante también ganó elecciones como senador después de estar preso). El chavismo se parece más al peronismo o al sandinismo, es un movimiento con amplia base política y social y que de alguna u otra forma tendrá un importante papel que cumplir en el futuro del país para bien o para mal.
La coyuntura que vivimos ofrece una oportunidad para que el chavismo, derrotado electoralmente y con niveles de aprobación de gestión de 20%-25%, pero todavía con todo el poder fáctico e institucional, acuerde una nueva institucionalidad con límites al ejercicio del poder y que garantice la alternancia política. Si el chavismo no se reconstruye en una fuerza democrática, nos esperan años muy difíciles. Lo mismo pasará si la oposición pretende hacer desaparecer al chavismo, como quiso hacer el antiperonismo en Argentina. Claramente la tarea será titánica y se complica aún más porque esto ocurre en medio de la crisis económica más grave de nuestra historia. Tengo, sin embargo, la esperanza de que así como los demócratas venezolanos aprendieron del fallido “trienio adeco”, los nuevos líderes políticos sepan aprender, de nuestra historia y de la historia regional y universal, cómo hacer (y cómo no hacer) una transición exitosa.
Aspiro a que la victoria de Macri en Argentina represente el fortalecimiento de una institucionalidad que fomente la cooperación política, y que sea el primer presidente no peronista que termine exitosamente su mandato constitucional. Igualmente que la victoria de la oposición venezolana sea también una oportunidad para fortalecer la institucionalidad democrática, evitando los errores del pasado. El Pacto de Puntofijo como referente histórico nacional debe ser objeto de reflexión, por una parte como un ejemplo de lo que hay que hacer, limitando el poder de la mayoría y generando un juego cooperativo entre los actores clave, pero también como un experimento que a la larga fracasó, por excluir a un sector y cartelizar a un duopolio en el poder, y por no permitir al país adaptarse a la volatilidad del precio del petróleo. Confieso que no soy demasiado optimista sobre ambas transiciones, la argentina y la venezolana, por el tamaño de los retos que implican, pero tampoco lo hubiera sido en la transición chilena o española, y demostraron ser mucho más exitosas de lo que cabía esperar. Ojalá se repita el éxito en las tierras de mis afectos.
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