lunes, 20 de febrero de 2017

EL FIN DEL SOCIALISMO DEL SIGLO XXI

BENIGNO ALARCÓN

La semana pasada decíamos que es tiempo ya de que, quienes pretendemos cambiar el país, comprendamos que ello no será posible sin un cambio de paradigma, lo que implica un nuevo pacto social y político por la Democracia. Un pacto social y político que permita pasar de una oposición mayoritaria pero pasiva a una activa, y no solo activa para cuando se le llame a votar, a firmar o a dejar su huella en cualquier petitorio.
La muerte de Chávez es, aunque muchos hoy aún se nieguen a reconocerlo y aceptarlo, la muerte de un modelo que fracasó y no es re-editable. El socialismo del siglo XXI murió con Chávez. El régimen, e incluso la gente que creyó en el modelo, lo sabe. El modelo propuesto estaba ya en su fase de declive antes de que nos enteráramos de la enfermedad fatal del líder carismático y solo podía sostenerse por un tiempo más, gracias al carisma innegable de Chávez que mantuvo cohesionada a sus bases, que le acompañaron hasta el último minuto, pero que comenzaron a dispersarse de inmediato a los pocos días de su muerte, como quedó demostrado por las dificultades que tuvo Maduro en su elección presidencial, apenas cuarenta días después. Y es que el carisma no es transferible.
La muerte repentina de un líder carismático no implica la transición inmediata a un nuevo gobierno, sino que, por el contrario, existen estudios que demuestran que los cambios inmediatos de régimen, o incluso dentro de los cinco años siguientes, son poco frecuentes, alrededor del 4%. Este fenómeno se explica por la presencia de una oposición muy debilitada, sobre todo en los casos cuando ese líder ha dominado la escena por un tiempo considerable, en el nuestro por 14 años para el momento de su muerte, y la cohesión de la burocracia gobernante para evitar, precisamente, que ello conlleve a su salida.
Es así como, al contrario de lo que muchos alegan, la muerte del líder carismático, e incluso la inviabilidad política de un régimen, no implican su salida inmediata del poder, aunque sí la imposibilidad de mantenerlo por las mismas reglas. Ese cambio en las reglas de juego es lo que estamos viendo en el actual momento. Es tiempo, para la oposición, de poner los pies en la tierra.
Mientras el líder carismático estaba presente, y los recursos abundaban, el régimen contaba con dos pilares (carisma y dinero) que garantizaban la posibilidad de su legitimación por la vía electoral. Hoy esa posibilidad para el gobierno no existe, lo cual ha traído como consecuencia el cierre de todo proceso electoral (referéndum, elecciones, etc.) que implique un riesgo para su permanencia. Esta situación, como ya lo confirmamos el año pasado, nos aleja de las salidas democráticas y electorales que siempre hemos defendido como ideales, mientras el gobierno busca su estabilización por la vía represiva y clientelar, hoy en día limitada por la falta de recursos, pero poniendo la prioridad en los actores esenciales que sostienen al régimen.
En otras palabras, a falta de legitimidad política toca ejercer la dominación por la vía clientelar, a través de mecanismos como la carnetización de los más necesitados, y la represión, mediante el fortalecimiento de milicias, colectivos armados, control de las policías, y en especial la participación de la Fuerza Armada en el control de los cada vez más menguados recursos del Estado que se hunde en medio de una deuda creciente que hoy es igual a la totalidad del Producto Interno Bruto del país. Esta situación, siendo realistas, tampoco es sostenible en el mediano plazo, ni tan siquiera con una recuperación significativa de los precios del petróleo, como ya ha ocurrido, lo cual hará al régimen cada vez más dependiente de la necesidad de reprimir y de las incertidumbres propias de quienes, siguiendo órdenes, serán responsables personalmente por la violación de derechos humanos. También es tiempo, para el régimen, de poner los pies en la tierra.
Obviamente, esta es una situación que la experiencia internacional conoce bien, y a la que le teme. Nadie responsable y en su sano juicio quiere hacer de Venezuela una Siria tropical. Esta situación ha colocado a la oposición, desde hace ya mucho, entre dos tesis que la dividen: Calle o dialogo.
El problema es que, como hemos dicho en anteriores ocasiones, éstas no son tesis mutuamente excluyentes, sino las dos caras de una misma moneda. Las transiciones siempre han ocurrido en una variedad de formas que se mueven entre dos extremos, las salidas forzadas y las toleradas por el régimen. En la gran mayoría de los casos estos procesos no se presentan en forma pura, sino que hay en ellos cierto nivel de dosificación entre el conflicto que empuja al régimen hacia una salida y los acuerdos que reducen los costos de tal salida para quienes pierden el poder.
Las salidas de fuerza, como los golpes de estado o las intervenciones extranjeras, suelen ocurrir y ser exitosas en un porcentaje muy reducido de casos, además de no ser las que tienen mejores probabilidades de terminar consolidando un cambio democrático, lo que se explica justamente por el hecho de que el control de tal proceso no está en las manos de los ciudadanos sino de quien controla las armas, y quien por lo general, tras imponer una salida por la fuerza, tiende a hacerse con el poder de manera directa o indirecta, prescindiendo de una institucionalidad que genere los contrapesos necesarios y propios de un nuevo gobierno democrático, con lo cual se corre el peligro de repetir la historia con otros actores, tal como sucedió en el caso muy reciente de Egipto.
En el otro extremo, o sea en de las salidas toleradas y logradas con la cooperación del régimen, muchas veces a través de una elección, si bien han sido frecuentes durante el período que Huntington identificó como la tercera ola de democratización, que arranca a partir de La Revolución de los Claveles en Portugal (1974), su ocurrencia se ha reducido significativamente a partir de los años 90. Una explicación a esto es que una buena parte de estas transiciones se dieron por error de cálculo de gobiernos que pensaron que controlando el poder podían continuar relegitimándose por la vía electoral, y de cuyos errores han venido aprendido los actuales regímenes autoritarios.
Por esta razón, hoy en día, las transiciones son menos frecuentes, y cuando ocurren suelen ser el resultado de un proceso mixto que combina conflicto y negociación. El conflicto es lo que origina un cambio de expectativas entre quienes participan en el régimen en relación a su sustentabilidad real, y estimula un proceso de negociación, buscado por los actores del régimen, mediante el cual se busca reducir los costos asociados a un potencial cambio en el poder, y construir condiciones de convivencia entre los diferentes sectores políticos. Solo bajo estas condiciones es posible un dialogo cuyo resultado sea un proceso de transición democrática pacífico y sostenible.
Benigno Alarcón Deza
Director
Centro de Estudios Políticos
Universidad Católica Andrés Bello

No hay comentarios:

Publicar un comentario