La porquería de 1913
La Constitución reformada al gusto de los golpistas para librarse de Cipriano Castro imponía la consulta electoral. Se debía elegir el próximo presidente de la república, en un ambiente de tranquilidad que controlaba Juan Vicente Gómez desde finales de 1908. Los nubarrones del castrismo no estorbaban la atmósfera. Los caudillos se juzgaban como escombros vivientes. Pocos se acordaban de los partidos del siglo XIX. Apenas un ruido que al principio no llamó a las preocupaciones insinuaba la posibilidad de sorpresas desagradables. Ezequiel Vivas, uno de los hombres más locuaces de Miraflores, había lanzado una consigna que podía anunciar incomodidades: ¡Gómez único! Pero los letrados y los políticos alejados del círculo montañés que se apuntalaba pensaron que aquello era pólvora mojada. Con tanta gente aguerrida, talentosa y decente, solo un insensato podía sugerir la jefatura exclusiva de un sujeto sin luces, la continuidad de un tonto que se había sostenido por obra del milagro durante cinco años. Veremos quiénes fueron los tontos de entonces.
En el entendido de que actuaba dentro de la más evidente normalidad, el ciudadano Rafael Arévalo González propuso la candidatura presidencial de Félix Montes, un abogado prestigioso y pacífico que jamás le había dado motivos al escándalo. Ignoraba Arévalo una noticia que lo dejó paralizado, antes de que fuera conducido a feroz cautiverio en La Rotunda, cargado de grillos: la novedad de una conspiración. El 17 de mayo de 1913, el gobierno anunció el descubrimiento de un movimiento armado que tenía el propósito de asesinar a Gómez para hacerse del poder. De acuerdo con las informaciones oficiales, bajo el influjo del coronel Román Delgado Chalbaud, hasta hacía poco socio del mandatario y director de una pujante empresa de navegación, se había desarrollado la felonía que obligaba a medidas extraordinarias. Agregaban los plumarios del régimen que lo acompañaba en el delito Leopoldo Baptista, personaje célebre, consejero de don Juan Vicente en la víspera y ahora tocado por el veneno de los iscariotes. Al frente del movimiento se encontraba un jefe temible que nunca había perdido una batalla y quien ahora afilaba el machete en Puerto Rico, Cipriano Castro, el “siempre vencedor jamás vencido”, información en la cual insistieron desde la casa de gobierno para que la sociedad calculara la magnitud de la convulsión que produciría un espantoso derramamiento de sangre. Gómez dijo que el tiempo no estaba para votaciones, suspendió las garantías constitucionales, encargó de la jefatura del Estado a un intelectual dócil, José Gil Fortoul, y se puso en campaña con un ejército de 5.500 hombres. Su cometido era la salvación de la patria.
Los ojos de entonces vieron el desfile de la formidable tropa, pero los oídos no se turbaron por el ruido de los disparos. No sonaron las balas porque no había enemigo. “Yo no puedo estar laborando en una guerra que no existe”, escribió Baptista desde el exilio. Cipriano Castro se enteró de los acontecimientos por el periódico de Santurce. Apenas se desarrollaron precarios movimientos de alzados en Guayana y en la frontera del Táchira, que desaparecieron en una primera escaramuza; e inició una heroica acción de guerrillas Horacio Ducharne, quien peleaba a solas en las montañas de Maturín. Para que la maniobra tuviera credibilidad, factores del gobierno, por intermedio del general León Jurado, propusieron a unos comités ciprianistas de las Antillas que se lanzaran a la lucha con su apoyo. Cayeron en la celada, y sus capitanes fueron capturados por el convidante cuando estaban en un hospedaje que les había facilitado. No hubo elecciones, desde luego, porque el patriotismo debía primero ocuparse de unos malvados. En abril de 1914, una Asamblea Nacional de Plenipotenciarios “en forma legal y solemne” entregó el poder a Victorino Márquez Bustillos, presidente provisional escogido por el héroe de una hazaña bélica que no tuvo lugar.
Escribo esta crónica porque estoy conmovido por la relectura de un libro mayor, las Memorias de un venezolano de la decadencia, que debemos a José Rafael Pocaterra. Me pareció útil volver con ustedes a las vicisitudes que tomé de sus páginas, pese a que, en sentido estricto, no se refieren a la decadencia de la actualidad.
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