Elias Pino Iturrieta
El Nacional
Que una sociedad muestre interés por la historia es, a primera vista, edificante. Parece el caso venezolano, si se juzga por los movimientos que provoca en las redes sociales, en las sobremesas y en las barras de los botiquines. Hace poco fue notable el interés por la peripecia de Ezequiel Zamora, por ejemplo, capaz de producir unas polémicas que solo una sociedad preocupada por sus orígenes puede llevar a cabo. Pulularon entonces los expertos en Guerra Federal y los sabios en materia decimonónica, los cronistas de las contiendas civiles, los conocedores de la sociedad antigua y una nube de simples preguntones, como para que nos ufanáramos de la existencia de un pueblo que no se conforma con vivir el presente, que mira y busca sus raíces para planificar el porvenir. Sin embargo, hay que mirar con cuidado esa preocupación. Puede descubrir más oscuridad que lucidez, más enredo que claridad, más superficialidad que profundidad, vicio en lugar de virtud.
Los problemas implicados en nuestros peculiares “combates por la historia” se encuentran en la razón que los ha producido: los gritos de un improvisado hablador de necedades, las opiniones de un sujeto carente de la seriedad indispensable para permitir acercamientos respetuosos a la obra de los antepasados. Todo lo inició Chávez, devenido historiador omnisciente y elocuente. De una inauguración de semejante especie no se pueden esperar consecuencias constructivas, de un animador de ferias no pueden nacer análisis dignos de atención. Jamás antes un primer magistrado se atrevió a pisar sin cautela el terreno resbaladizo de la historia, pero él lo hizo hasta la desmesura para meternos en trifulcas estériles. Conviene recordar cómo fraguó versiones torcidas sobre la muerte de Bolívar; cómo ultrajó a Páez, el fundador de la república; cómo vio traición y deslealtad en el nacimiento de una patria autónoma; cómo llenó de improperios al general Santander por actos que no protagonizó; cómo barrió el piso con los hechos recientes de la sociedad, hasta el escándalo de asegurar que “el siglo XX fue el siglo perdido de Venezuela”, y así sucesivamente. Hasta se atrevió a dictar cátedras de Historia de América, sin tener la menor idea sobre las vicisitudes que lo ocupaban. Una cadena de enormidades que le están vedadas a un primer mandatario, una ristra infinita de puerilidades forma el polvo de los actuales lodos.
Ustedes no pueden opinar con propiedad sobre las enfermedades bucales si no son odontólogos. ¿Verdad? Lo mismo pasa con la historia, pese a que es un asunto más entrañable. La historia es un manantial de cuyas aguas venimos y en cuya corriente debemos abrevar, pero averiguarla o divulgarla es otra cosa. La historia está o debe estar a la mano, pero es un conocimiento relativamente expedito, acotado por el desarrollo de la historiografía, es decir, por una ciencia preparada para el cometido. Tiene a la fuerza su pupitre, su método y sus oficiantes fundamentales. De lo contrario, todos serían expertos en la función mnémica, rememorativa y conmemorativa propia de las sociedades. Pero no es así, o no debe ser así, porque la memoria colectiva se volvería anárquica e inútil. Veamos un ejemplo, buscando claridad: un político de la oposición puede decir hoy lo que le parezca sobre el siglo XIX y sobre Zamora, especialmente si ha leído sobre el personaje, pero su lenguaje de tribuna de actualidad y la necesidad dominante de pelear por el presente lo conducen a excesos que no son como los de Chávez, pero que tal vez tengan cierta semejanza.
La política queda bien servida con ese tipo de intervenciones, pero la historia no. De lo cual se colige que estemos sumidos en unas refriegas de dudoso destino, en las cuales también los historiadores caemos como pichones ante ubicuo cazador. Los excesos del “colega” Chávez nos han llevado a ser opinadores de actualidad, consejeros de lo cotidiano, predicadores en los actos públicos, autores de autoayuda, invitados de la televisión, damas de compañía y hasta pontífices del futuro, como si no fueran otras nuestra misión y evidentes nuestras limitaciones. El interés general de los venezolanos por la historia debe ponerse en remojo, en suma, pero después de repetir todos la siguiente consigna: Aquí no se habla mal de Heródoto.
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