domingo, 26 de febrero de 2017

Nosotros y el mundo


En los análisis de la tragedia venezolana rara vez aparecen ciertas características que la conforman y que son propias de la humanidad de estos tiempos, al menos de una buena parte de ella. Se ha repetido hasta la saciedad que vivimos una época de extremado individualismo y, la otra cara de la moneda, de debilitamiento de las ideas, causas y agrupaciones colectivas. Eso que ha solido llamarse posmodernidad, cultura que habría emergido en la segunda mitad del siglo pasado, solía caracterizarse por la pérdida de los grandes idearios que habrían unificado y otorgado sentido a la gesta de la especie, grandes relatos los llamó Jean François Lyotard, uno de sus progenitores. El marxismo, el desarrollo económico y tecnológico capitalista, el imperio ilustrado de la razón y la libertad, el cristianismo tardío… trataron contemporáneamente de marcarle un norte a la empresa humana y todos ellos fracasaron, no quedando otra cosa que fragmentos tecnocientíficos aislados que se miden mayormente por el éxito inmediato y mercantil. Sea adecuada o no, la conceptuación sí apunta a un fenómeno innegable, el individualismo extremado, la minusvalía del humanismo y los valores universales.
No es extraño, pues, que la política conduzca a menudo hoy o a un olvido despectivo o a populismos perversos que emergen en las situaciones críticas, fórmulas mágicas e ineptas para solucionarlas. Rostros de la antipolítica. Como tampoco lo es que la idea de nación pareciera disolverse en un mundo globalizado y, también, otra paradoja, que sea sustituida por fanatismos localistas o religiosos que tienden a limitar los desmanes que acarrea la instalación de un mundo unificado, básicamente por la transnacionalización económica. De manera que cuando localmente nos quejamos de la fragilidad de nuestros partidos políticos o de la insensibilidad ética migratoria o de una muy cierta dificultad para emprender acciones capaces de demoler un gobierno con muy escaso apoyo popular, estamos aludiendo a esos generalizados rasgos de la época. Lo cual, por supuesto, no anula que haya aquí y ahora factores muy específicos e irrepetibles que lo concretan. Esto último con especial énfasis en un acontecimiento histórico que se produce a contracorriente de lo que sucede en el orbe. Nunca, en tal sentido, hay que dejar de recordar que el país intentó instalar algo que quería parecerse al socialismo justo en el momento en que este se derrumba en el mundo entero. Y que buena parte del desastre, la mezcla de política y toda forma de delincuencia y la locura en que ha terminado el siniestro experimento mucho tienen que ver con esa irresponsable elección, que debería asombrar a estudiosos de la política y la historia. En otra ocasión, por el contrario, incluso nos atrevimos a decir que era posible pensar que el prolongado e intenso sufrimiento a que ha sido sometido el país haya reactivado sentimientos de solidaridad y de búsqueda de una fraternidad liberadora. La historia es así de confusa.
Pero así y todo muchas de nuestras actitudes en estos interminables años son, sin duda, reflejo de un mundo descreído y egotista, ensimismado y hedonista que busca el confort y se hace disfuncional cuando no cunde el bienestar anhelado. No deberíamos olvidarlo a la hora de los balances.
El gobierno suele repetir torpemente que la oposición no tiene un proyecto. Si por tal se afirmase, el gobierno casi nunca sabe lo que dice, que no hay una perspectiva globalizante con visos utópicos pues sería verdad. Solo se aspira a paz, normalidad económica, convivencia política. No es poca cosa. Sobre todo cuando se adversa un régimen despótico sin otro motivo que el ejercicio de un poder corrupto, de una mentalidad policial, de una ideología muerta y envilecida. Pero, en definitiva, es posible que nuestro estancamiento tenga bastante que ver con esa lucha entre esa perversidad criminal y esa anemia espiritual. Entre mucho mal y un horizonte diluido.

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