miércoles, 10 de mayo de 2017

La carta de William Ospina

Ibsen Martinez

En su ensayo Las auroras de sangre, el poeta y narrador colombiano William Ospina formula —¡y demuestra!— la hipótesis de que el castellano alcanzó a hacerse lengua clásica en nuestra América ya en el curso del siglo XVI.
Ospina comenta eruditamente un largo poema épico, de más de 100.000 versos endecasílabos, ordenados en octavas reales, cuyo asunto es la conquista de lo que hoy llamamos Venezuela y Colombia y que pocos han leído con tan amorosa minuciosidad como él lo ha hecho. Se trata de las Elegías de varones ilustres de Indias, escritas por don Juan de Castellanos, quien vino a América como soldado, antes de hacerse sacerdote, en tiempos de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre.
Otro escritor colombiano, Juan Gabriel Vásquez, ha señalado que Las auroras de sangre pone en claro “por qué el menosprecio que la crítica hispánica ha sentido por este poema es una de las grandes miopías de la historia. Para resumir el asunto: durante siglos, los poetas han despreciado a Juan de Castellanos por considerarlo demasiado historiador; y los historiadores lo han despreciado por considerarlo demasiado poeta”.
Ciñéndose en todo a las normas de una docta disertación historiográfica, literaria y aun filológica, Ospina se adentra en lo más remoto de nuestros orígenes sin permitirle al lector olvidar por un instante que el continente de mitológicos prodigios donde ocurren las hazañas de intrépidos españoles e insumisos aborígenes que cantó don Juan de Castellanos es la misma trágica y hechicera comarca que habitamos hoy día venezolanos y colombianos.
Ospina es conocidamente un hombre de izquierdas, admirador de Hugo Chávez, fervoroso oficiante del culto a Bolívar y defensor del socialismo del siglo XXI, sea este lo que fuere. Su probidad intelectual, sin embargo, no autoriza a pensar que juegue en la liga de profesionales de la tiranofilia que integran Ignacio Ramonet o Pablo Iglesias. La carta abierta a Nicolás Maduro, publicada hace poco en El Espectador de Bogotá, así lo demuestra.
En ella, Ospina desgrana muy debatibles tópicos izquierdistas acerca de la vocación democrática de Chávez como generoso y justiciero caudillo “redistributivo” de la riqueza petrolera. La sanguinaria dictadura de Maduro, sin embargo, no es otra cosa que la prolongación (el “legado”, diría la retórica chavista) de una implacable estrategia liquidadora de las instituciones democráticas que, con criminal perseverancia, Chávez echó a andar hace ya mucho tiempo.
Con todo, la inequívoca exhortación a “convocar las elecciones regionales aplazadas, fijar la fecha de las elecciones presidenciales, conceder una amnistía presidencial a los prisioneros por causas políticas y revocar la inhabilitación de líderes de la oposición” ratifica que, ante la trágica crisis venezolana, Ospina está del lado de la constitucionalidad democrática y la paz.
Entre los argumentos que Ospina ofrece a Maduro hay uno muy poderoso: “La derrota del referendo chavista y el triunfo de la oposición en la Asamblea Nacional le demostraron al mundo que las elecciones venezolanas son confiables y son democráticas”.
“Ahora el chavismo puede con fortaleza, con la fortaleza que da ser fiel a una causa justa, hacer estos gestos democráticos que le demuestren al mundo que la revolución es capaz de correr el riesgo de un resultado adverso”.
Dolorosamente, las cosas en Venezuela no han tomado el camino de la concordia porque Maduro y su camarilla asesina no lo han querido así. Pero el chavismo, con estar ya en su bajamar, sigue siendo mucho más que Maduro y los narcogenerales. El enorme predicamento de que goza Ospina en su seno debería, pues, obrar su efecto en el ánimo de los chavistas de buena fe.
Amén.


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