sábado, 9 de diciembre de 2017

CONTRA EL ANTIPOPULISMO

DANIEL INNERARITY
Los conservadores ignoran con demasiada facilidad las asimetrías del poder constituido y tienen demasiado miedo a las posibilidades que abre todo proceso constituyente, cualquier intervención abierta del pueblo; de ahí su escaso entusiasmo ante las reformas constitucionales, los movimientos sociales, los plebiscitos o la participación en general. La izquierda populista, por el contrario, acostumbra a sobrevalorar esas posibilidades y a desentenderse de sus límites y riesgos. Unos dan las alternativas por imposibles y otros por evidentes. Para los primeros, cualquier cosa que se mueva es un desbordamiento; para los segundos, la espontaneidad popular es necesariamente buena.
Este es el marco de discusión en el que se plantea la crítica de Íñigo Errejón al reciente libro de José María Lassalle Contra el populismo (Babelia, 9 de septiembre, réplica el 15 de septiembre), quienes representan por cierto las versiones mas liberales y mejor razonadas de sus respectivas familias políticas. Como suele ocurrir en estos casos, tras un encarnizado debate hay más cosas en común de las que parecen, entre otras, una división del campo político muy binaria y antagonista (la estabilidad frente al desorden o los de arriba contra los de abajo), como si no hubiera otras posibilidades de plantear los términos de la discusión. Ambos adoran el antagonismo, en el que se asientan cómodamente para el combate político que más les conviene. Esto es lo que explica, por ejemplo, el curioso “afecto antagónico” que se profesan el PP y Podemos, mientras dejan fuera a todos los demás. El antipopulismo se ha convertido en el instrumento de legitimación de los conservadores del mismo modo que los populistas se entienden a sí mismos como el verdadero antídoto del elitismo conservador.
Ahora bien, si algo ha tenido de bueno el populismo ha sido cuestionar los discursos establecidos, los marcos hegemónicos que nos obligaban a encajar en categorías demasiado rígidas. Espero que se me permita cuestionar esta nueva división del territorio ideológico entre tecnócratas y populistas en los que ambos se desenvuelven con excesiva comodidad. De entrada, ¿por qué tiene que haber marcos hegemónicos?; ¿por qué esos marcos tienen que adoptar necesariamente la forma de un antagonismo y precisamente de ese antagonismo? ¿No es cierto que la configuración de un debate a partir de la lógica antagonista tiene una exasperante continuidad con las clásicas trincheras ideológicas que tanto nos desgarran y tan poco permiten abordar los problemas sociales que exigirían, por ejemplo, un marco de juego menos competitivo? Lo peor del debate público tal como lo padecemos es que quien critica algo es reagrupado inmediatamente entre los siniestros defensores de lo contrario; quien plantea objeciones al orden establecido es necesariamente un sembrador de divisiones, quien desconfía del populismo se erige en defensor de las peores élites… No es posible manifestar alguna insatisfacción en relación con cómo se plantean los términos del debate sin que eso le convierta a uno en un enemigo o, peor, en un equidistante.
Tienen razón los conservadores cuando critican a quienes parecen considerar la democracia como una sucesión de big bangs constituyentes, pero resulta exasperante su obsesión con la estabilidad que, por un lado, resulta muy hiriente para quienes se encuentran en situaciones de injusticia y desventaja, pero que además se ha revelado paradójicamente como la mayor fuente de inestabilidad. La sociedad democrática es un espacio abierto en el que se plantean muchos desafíos (qué término tan recurrente a la hora de descalificar cualquier aspiración a modificar las reglas del juego) que pretenden al menos revisar si el modo como se ha institucionalizado la política sigue teniendo sentido o ha generado algún tipo de desventaja injustificable. Los que velan celosamente por el orden establecido aprovechan este momento para argumentar que cualquier modificación debe llevarse a cabo a través de los cauces legales establecidos, pero no nos dan ninguna respuesta a la pregunta acerca de qué hacer cuando ese marco predetermina el resultado (y no estoy hablando, necesariamente, de Cataluña). La legalidad es un valor político cuando incluye procedimientos de reforma de resultado abierto; si no, apelar a ella es puro ventajismo.
Los populistas tienen una consideración demasiado negativa de la política institucional y una excesiva confianza en que de los momentos constituyentes no puede salir nada malo. Es cierto que sin la sacudida de agitación popular nuestras democracias se cosificarían y que las élites tienen una tentación muy poderosa de evitar que se reexaminen las reglas del juego. Pero el populismo tiene muy poca sensibilidad hacia las asimetrías que se producen en todo momento constituyente (donde participan más los más activos, los que tienen más capacidad de presionar, los más radicalizados…). Al mismo tiempo, no hay en la producción ideológica del populismo instrumentos conceptuales que permitan disipar la sospecha de que la futura mayoría triunfante va a incluir a las minorías perdedoras entre quienes formar parte del pueblo. Y no estoy hablando de intenciones, sino de conceptos y cultura política. ¿Quién nos asegura que las nuevas élites se van a comportar con una lógica menos excluyente que las anteriores, desde el momento en el que se justifican por la épica apelación a la soberanía popular y no por la prosaica defensa del orden y la estabilidad? Mientras no se resuelva esa desconfianza, el populismo seguirá siendo poco atractivo para aquellos sectores de la izquierda que tienen una sensibilidad liberal.
Al final, es la igualdad democrática lo que debería preocuparnos. La relación inestable entre poder constituido y poder constituyente, entre las razones del orden estabilizador y las del desorden creativo, debe entenderse como un campo de tensión cuyo objetivo final es corregir las desigualdades manifiestas que contradicen el principio democrático de que todos tengamos igual capacidad de influir en la configuración de la voluntad política. Así entendidas las cosas, la función de las instituciones políticas es asegurar dicha igualdad, impidiendo la cosificación de las élites o corrigiendo las asimetrías en los momentos de espontaneidad popular. Los conservadores no pueden garantizar esa igualdad mientras no permitan procedimientos para verificarla, algunos de los cuales les parecerán “subversivos”; los populistas practican un elitismo invertido y donde los conservadores sostenían la inocencia de los expertos ellos defienden la infalibilidad del pueblo. Solo quien haya entendido que las instituciones democráticas tienen su justificación en la igualdad y no en el mero orden o en el mero cambio será capaz de pensar la democracia fuera del marco mental que quieren imponernos.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Su último libro es La democracia en Europa (Galaxia-Gutenberg).

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