MICHAEL PENFOLD
PRODAVINCI
Es probable que contra todo pronóstico el país culmine con un acuerdo
en República Dominicana. El acuerdo, si bien no será perfecto, puede
llegar a cambiar la situación política tan desfavorable que actualmente
enfrenta Venezuela. Ciertamente, después de los resultados electorales
tanto del 15 de octubre como del 10 de diciembre, el gobierno asiste a
la negociación para ver cómo se queda con el poder. En ningún momento
esta negociación es vista por el oficialismo como un mecanismo de
transición democrática y mucho menos de abandono de su dominio sobre la
totalidad del país. Su principal objetivo en la negociación es otorgarle
suficientes concesiones a la oposición para que la comunidad
internacional, luego del desmantelamiento institucional que ha sufrido
el sistema político venezolano, relegitime una potencial reelección del
presidente Maduro para el período 2018-2024. Como veremos, esta
negociación pasa por tres temas centrales, sin los cuales la comunidad
internacional difícilmente puede llegar a reconocer una potencial
reelección: cambio en las condiciones electorales, reconocimiento de la
Asamblea Nacional y disolución de la Asamblea Constituyente.
La negociación se mueve sobre dos ejes. Una primera dimensión está
referida al intercambio de mejoras en las condiciones electorales
(cronograma, renovación del CNE y observación internacional) a cambio de
acceso a las aprobaciones de crédito publico necesarias por parte de la
Asamblea Nacional, lo cual supone tanto su reconocimiento formal como
la eliminación del desacato judicial. En teoría, esta parte de la
negociación, también incluye la abolición o por lo menos ciertas
limitaciones en el funcionamiento de la Asamblea Nacional Constituyente,
que continúa siendo la principal motivación por parte de los EEUU para
mantener vigente las sanciones económicas introducidas en agosto de este
mismo año. Un segundo eje está vinculado a la eliminación de las
inhabilitaciones y de la liberación de los presos políticos a cambio de
un desmantelamiento progresivo o una flexibilización parcial de las
sanciones económicas e individuales tanto de los Estados Unidos como de
Europa.
Este último tema es fundamental para el gobierno. Aún si suponemos
que el presidente Maduro logra ser reelecto en el 2018, su viabilidad
futura está seriamente afectada por unas sanciones que en la práctica
impiden cualquier reestructuración o refinanciación de la deuda; y
adicionalmente limitan severamente la capacidad de PDVSA de utilizar a
Citgo para realizar la procura de bienes y servicios de la industria
petrolera al restringir a 90 días el crédito comercial de corto plazo en
los Estados Unidos. PDVSA, debido a su situación financiera así como a
la corrupción y a su pésima gestión gerencial, paga en el mejor de los
casos a más de 150 días o sencillamente no paga. Esta realidad
financiera supone que en la práctica el crédito comercial de la empresa
estatal se cerró y sus proveedores dejaron de prestar servicios. China y
Rusia tampoco han salido al rescate con dinero fresco tal como el
gobierno anticipaba. Bajo estas condiciones, y sin un cambio radical en
la política económica, es virtualmente imposible estabilizar la
producción petrolera y mucho menos resolver el problema del
financiamiento internacional que enfrenta tanto el gobierno central como
PDVSA. En los últimos dos meses, PDVSA ha perdido más de 200,000
barriles diarios de producción. A esta tasa de decrecimiento de la
producción, PDVSA podría llegar a caer a poco menos de 1.6 millones de
barriles diarios para el primer trimestre del 2018. En el mejor de los
escenarios –incluso con una producción de 1.9 millones barriles y con un
precio para la cesta venezolana de cincuenta dólares– las necesidades
de financiamiento de Venezuela superan los 7 mil millones de dólares.
¿Cuánto va a ceder el gobierno? Lo suficiente como para garantizar un
reconocimiento internacional, pero tampoco tanto como para permitir
unas elecciones perfectamente competitivas. ¿Cuánto va a aceptar la
oposición? Todo aquello que le permita mostrar algunas mejoras en las
condiciones electorales, la eliminación de las inhabilitaciones y la
liberación de los presos políticos. A pesar de la voluntad de ambas
partes de hacer concesiones, la incertidumbre de la negociación radica
en un tema que ninguna de las partes controla: las sanciones. Dentro de
este proceso de negociación, la comunidad internacional, y muy
especialmente los Estados Unidos y la Unión Europea, deben aceptar
definir unilateralmente las condiciones bajo las cuales podrían estar
dispuestos a desmontar las sanciones en un futuro inmediato. Para la
comunidad internacional esto es un tema complejo: las sanciones fueron
diseñadas para producir un cambio político en Venezuela y su
desmantelamiento nunca fue pensado para legitimar una potencial
reelección del presidente Maduro.
La alternativa para el chavismo
La reelección del oficialismo, sobre todo su sostenibilidad, pasa por
la negociación. Esto es indudable. Ir a la reelección, sin una
negociación exitosa, implica asumir una presidencia que es inviable y
que plantea unos problemas de gobernabilidad que son totalmente
insuperables tanto desde el punto de vista internacional como económico y
financiero. De ahí que el gobierno haya dicho que sin negociación y sin
remoción de las sanciones no habrá elecciones presidenciales en el
2018. Pero esta amenaza es poco creíble. Unas condiciones económicas
signadas por la hiperinflación y en especial por el colapso de la
producción petrolera, le imprimen un sentido de urgencia a un gobierno,
que a pesar de la retórica, entiende perfectamente las consecuencias
políticas de un aceleramiento del deslave social. El gobierno, en
cualquier caso, pareciera preferir adelantar contra viento y marea estos
comicios a más tardar para finales del primer semestre del año
entrante.
La alternativa para el chavismo frente a la negociación es sustituir a
su candidato a la presidencia sin necesariamente sacrificar su
hegemonía sobre el control institucional del país; lo cual implica no
hacer concesiones electorales ni políticas a la oposición. Con ello se
sacrifica la reelección de Maduro, se abandona la negociación en
Dominicana y se busca resolver tanto el tema internacional y financiero a
través de un nuevo gobierno que asegure la continuidad chavista, pero
que produzca una ruptura con el modelo económico actual. Esta
alternativa buscaría consolidar el poder sin necesariamente aceptar la
negociación, aceleraría las elecciones presidenciales sin cambio en las
condiciones electorales y conllevaría a impulsar un programa de
estabilización económica sin cooperación del mundo opositor. No
obstante, para el chavismo este escenario continúa siendo incierto, pues
aún si lograran alternar el candidato para promover un refrescamiento
controlado en el gobierno, es difícil pensar que obtendrían el
reconocimiento internacional. Las sanciones, al menos en el corto plazo,
difícilmente serán removidas. Para flexibilizar las sanciones, tanto
los Estados Unidos como Europa, tendrían que cambiar su objetivo de
política exterior de una política orientada al “cambio de régimen” a una
mucho más pragmática que busque tan sólo un “cambio de comportamiento”.
Hasta ahora la voluntad de Maduro de impulsar su reelección pareciera
que se va imponiendo. Su aspiración a ser reelecto se basa en haber
forzado la instauración de la Asamblea Nacional Constituyente así como
su amplia victoria en las elecciones regionales y locales. Su carta de
presentación frente a sus rivales internos son su control total sobre la
Constituyente, el triunfo en 19 gobernaciones y 308 alcaldías. ¿Quién
dentro del chavismo apostó que iban a estar en esta situación luego de
cuatro meses de protestas y de haber permitido el colapso de la economía más grande de la historia venezolana?
Pero aún con estas fortalezas, el futuro de Maduro se muestra incierto
si no logra un nuevo reconocimiento internacional y un cambio en las
sanciones. Y sus rivales internos, quienes también aspiran sustituirlo, y
quienes prefieren un sistema hegemónico de partido como el del PRI en
México, es decir, sin reelección, entienden perfectamente estas
limitaciones.
La oposición tiene que enfrentar este dilema a la inversa. Dejar de
negociar con Maduro es permitir que se imponga un tercero dentro del
chavismo que a su vez no va a aceptar ninguna negociación. Estos
potenciales sustitutos chavistas desean imponerse y apuestan a que la
comunidad internacional estará más dispuesta a entenderse con ellos, si
hay un “cambio de comportamiento”, que si Maduro decide quedarse en la
presidencia. Desde este punto de vista, la Revolución queda mejor
blindada con alternabilidad partidista y sin negociación que con
concesiones políticas y reelección. Para los rivales internos, e incluso
también para una parte del estamento militar, la negociación más bien
podría ser riesgosa, pues un cambio tanto en las inhabilitaciones como
en las condiciones electorales podría aumentar las oportunidades de
triunfo de un candidato opositor (sea alguno que actualmente está
inhabilitado o de un potencial “outsider”). Frente a esta
realidad, la oposición tiene pocas alternativas. Su única opción es
abordar con seriedad la negociación, tal como lo viene haciendo,
especialmente porque los incentivos para que Maduro efectivamente acepte
un acuerdo son mucho más altos que los que muchas personas suponen.
El problema es la implementación
Culminar con éxito una negociación en Dominicana probablemente sea
más sencillo que implementarla. La razón tiene que ver con los “holdouts” políticos, es decir, los grupos que decidieron “ex profeso”
no sentarse en Dominicana, tanto del mundo opositor como de las esferas
chavistas. Los grupos que no apoyan la negociación van a tratar de
impedir a toda costa que cualquier acuerdo se implemente, tanto elevando
su costo en la opinión pública, como obstaculizando la toma de
decisiones dentro del poder judicial, el estamento militar, la Asamblea
Nacional, la Asamblea Constituyente y también dentro de los partidos
políticos. La implementación también será compleja porque los diversos
actores que se resisten a la negociación promoverán un cabildeo activo
sobre los Estados Unidos y Europa para impedir cualquier flexibilización
de las sanciones, incluso en caso que se haya verificado la
implementación de las partes centrales del acuerdo. De modo que el éxito
del pacto depende de múltiples actores que no necesariamente van a
estar comprometidos con su ejecución.
La única forma de resolver este problema central es que la
negociación incluya un tema sobre el cual ninguna de las partes hasta
ahora ha querido hablar: una amnistía general. La inclusión de este tema
permite que la implementación sea mucho más sencilla para todos. La
razón es que una amnistía general crea beneficios en toda una gama de
asuntos (fiscal, derechos humanos y políticos) que haría que aún
aquellos actores que se oponen a un potencial acuerdo se beneficien
abiertamente de su implementación. Hasta ahora este es un tema que el
gobierno esquiva recurrentemente (en parte porque percibe que está
seguro que se mantiene en el poder y prefiere seguir hablando de una
Comisión de la Verdad) y porque es un asunto que también divide a las
diversas facciones opositoras (pues tendrían que abortar su deseo de
llevar adelante una justicia transicional). Esta percepción es un
verdadero escollo. Lo cierto es que Venezuela es un país que ha vivido
un conflicto civil, que si bien no es una guerra civil, igual ha dejado
un saldo negativo tanto en lo económico y en lo social de la misma
envergadura. Sin una amnistía general difícilmente el país pueda
enfrentar con éxito la estabilización económica, la emergencia social y
su urgente reinstitucionalización.
¿Maduro puede ganar una elección presidencial?
Tal como hemos visto, lo único que justifica la negociación desde el
punto de vista del gobierno es la percepción que tiene, sobre todo
después de los últimos eventos comiciales, que aun haciendo concesiones
sustantivas puede llegar a ganar la reelección y obtener el
reconocimiento internacional que carece en estos momentos. ¿Realmente
puede Maduro ganar una elección aceptando un cambio en las condiciones
electorales? La evidencia estadística de la reelección en América Latina
(aun en condiciones de normalidad democrática) no es alentadora para la
oposición: la probabilidad que un presidente que aspira a la reelección
obtenga el triunfo es altísima. Son pocos los casos de derrotas, entre
ellos los de Daniel Ortega en Nicaragua o Hipólito Mejías en República
Dominicana, y más bien la regla es que la reelección presidencial
termina siendo exitosa. El mejor inductor a la alternabilidad
democrática en América Latina es limitar la reelección y lamentablemente
en el caso venezolano la reelección es indefinida. Los cambios
políticos en América Latina suelen surgir cuando quien aspira a la
reelección no puede presentarse, tal como acabamos de ver en Ecuador con
Rafael Correa o en Argentina con Cristina Kirchner. Son las
limitaciones constitucionales y no las elecciones las que promueven la
alternabilidad.
Maduro tienen un problema central que es innegable: más allá de
controlar la presidencia, para poder garantizar su reelección debe
frenar en seco la hiperinflación. Sin un programa de estabilización
económica, Maduro corre el mismo riesgo que Daniel Ortega en Nicaragua a
finales de los ochenta, quien perdió la reelección luego de una guerra
civil y en medio de un proceso hiperinflacionario de larga duración.
Los paralelismos con el caso venezolano son evidentes. El gobierno se
ha volcado al Carnet de la Patria y al uso clientelar de los CLAPS como
mecanismo de compensación social para inflar con esteroides su desempeño
electoral. Los efectos de ambos instrumentos son significativos. 71 por
ciento de la población dice tener acceso (aunque irregular) a los
CLAPS; de ese grupo que recibe las bolsas de comida, 70 por ciento dice
ser oficialista y 30 por ciento opositor. 63 por ciento de la población
dice también poseer el Carnet de la Patria; de aquellos que poseen el
plástico –y se autodefinen como oficialistas, y dicen también haber
participado en las elecciones regionales–, el 95 por ciento terminó
efectivamente votando por el gobierno. En el caso de los que se
autodefinen como opositores, el 31 por ciento dice haber terminado
votando por el PSUV (probablemente porque se sintieron coercionados). Es
evidente que el Carnet de la Patria tiene un poder significativo en su
capacidad para reforzar por la vía de los hechos la lealtad partidista y
en su capacidad (parcial) de lograr la conversión del voto por parte de
aquellas personas que dicen no ser oficialistas.
La fragilidad del país
En Venezuela los problemas son cada vez más estructurales: 82 por
ciento de la población vive actualmente en situación de pobreza y los
niveles de inseguridad alimentaria son verdaderamente alarmantes. Hemos
perdido en términos reales en los últimos cuatro años casi un 40 por
ciento de nuestra economía. La producción petrolera ha retrocedido a los
niveles de la década de los ochenta mientras que la población es tres
veces más grande. Una hiperinflación que puede cerrar por encima de 1600 por ciento en el 2017
implica que en cuestión de días una persona de clase media puede pasar a
ser vulnerable y otra que vive en situación de pobreza puede pasar a
vivir en la pobreza extrema. Venezuela es simplemente un país que
agoniza.La negociación también debería estar orientada a resolver estos problemas estructurales. Ambas partes deben reconocer que el país requiere enfrentarlos colectivamente, lo cual conlleva inexorablemente a construir instituciones para resolver los dilemas del desarrollo, para impulsar el crecimiento económico, el bienestar, la calidad de vida y la equidad social. Sin estos factores, el proceso de negociación es más débil y muchos venezolanos lo percibirán como irrelevante o al menos lo verán con mucho escepticismo.
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