domingo, 10 de diciembre de 2017

El 2018 será el año de la transición democrática sí, y sólo sí, se cumplen tres condiciones


 BENIGNO ALARCON

POLITIKA UCAB

Quienes me conocen saben que siempre he evitado etiquetar eventos electorales, protestas o plazos como definitivos y definitorios del futuro, porque rara vez lo son. Por lo general, para bien o para mal, la vida continúa. Sin embargo, hoy tengo la convicción de que, al menos desde lo que puede deducirse de la información disponible y de los escenarios que podemos proyectar, el 2018 no será un año más.
El 2018 será año de elecciones presidenciales según la Constitución de 1999, que es la vigente hasta tanto los venezolanos no aprueben una distinta en un referéndum. Ello, dependiendo de la capacidad de respuesta y de la resiliencia de los partidos y la sociedad civil que se oponen a la continuidad de Maduro, puede ser una oportunidad de cambio o la consolidación de un régimen totalitario de partido único.
El año 2018 será de una trascendencia tal que toda decisión y acción del régimen debe analizarse siempre desde una perspectiva costo-beneficio de cara a las elecciones presidenciales. Es así como nombramientos, diálogos, alianzas, conflictos, etc. encuentran explicación si se analizan desde la óptica de la facción del régimen liderada por Maduro, que busca imponerse mediante la lealtad de quienes controlan determinadas instituciones y las armas con las que se ejerce la represión, la distribución condicionada políticamente a través del carnet de la patria de recursos básicos esenciales para la sobrevivencia y, finalmente, su relegitimación electoral.
La trascendencia de la elección del 2018, para los demócratas, radica en el hecho de que su resultado cierra un ciclo en el cual el régimen ha tenido que decidir entre negociar sus condiciones para una apertura política –que permitiera una transición negociada y pacífica– y un cierre político definitivo que implicaría, con la cooperación de la Asamblea Constituyente, un cambio total de condiciones hacia un régimen totalitario y hegemónico, muy posiblemente de partido único o con una constelación de partidos débiles, que serán sólo parte de la decoración de un parapeto de legitimidad “democrática”, al mejor estilo de la Rusia de Putin o la Bielorrusia de Aleksandr Lukashenko. Tal escenario nos alejaría significativamente de una transición democrática pacífica, negociada y electoral, y reabriría las puertas a escenarios de mayor radicalización, conflicto y represión.
Pero la elección del 2018 no será trascendente sólo para la lucha entre el sector democrático y el régimen, sino también lo será para las distintas facciones que comparten el poder. De cara al próximo año, el oficialismo debe resolver un conflicto pendiente desde el 8 de diciembre de 2012, cuando Chávez dijo en cadena nacional: “Si algo ocurriera elijan a Maduro como Presidente”, lo que postergó el conflicto de su sucesión hasta esta próxima elección. Al día de hoy, de acuerdo con las recientes declaraciones de Tareck el Aissami –quien era visto al inicio de su Vicepresidencia como un posible candidato presidencial– pareciera que la mayor parte de las facciones que componen el régimen han alcanzado un acuerdo sobre la conveniencia de apoyar a Maduro, tras lo cual se le entrega a la Vicepresidencia el control de la CVG y a una de las ramas de la Fuerza Armada, la Guardia Nacional, el control de PDVSA. Ante el silencio de otros actores gubernamentales, y la declaración de Diosdado Cabello, cabe preguntarse si esta decisión es definitiva o es la forma en la que el Madurismo lanza el volante por la ventana. Así, deja en manos de los sectores internos que se oponen a su reelección la decisión de evidenciar tal conflicto o subordinarse a la consolidación de Maduro, en el mediano plazo, como sucesor indiscutible de Chávez y nuevo líder personalista.
Si existe un acuerdo, aunque sea precario por el miedo a arriesgar el poder, ello conformaría un equilibrio interno estable entre facciones ganadoras y perdedoras. Éstas tendrán un puesto en la mesa del Alto Mando Político Militar, pero cada vez más alejado de la cabecera en la que se sienta Maduro. Quienes, frontal o solapadamente, se han opuesto a su reelección serán obligados a cooperar por no tener mejores alternativas o el poder para ejercerlas. Si, por el contrario, no existiese tal acuerdo, cabría esperar que el conflicto se manifieste antes de la elección. Después no caben muchas dudas sobre la neutralización progresiva y definitiva de quienes no forman parte de la facción dominante, como sucede hoy con actores que fueron tan poderosos cuando Chávez vivía, como Rafael Ramírez y su entorno.
Ante las dificultades y tensiones descritas de la alianza gubernamental, y las propias de un entorno caracterizado por la peor crisis económica del país en su historia –la escasez y la hiperinflación (aunque usted no lo crea) tienden hacia un crecimiento exponencial que, al menos, duplicará la de 2017– la mejor alternativa del Madurismo pareciera ser la huída hacia adelante, buscando su relegitimación temprana, antes de que los escenarios imprevisibles de la crisis los alcancen y todos los que se oponen al Gobierno terminen alineándose contra Maduro.
 Ante tal escenario, la oposición está obligada a tener una clara comprensión de la estrategia gubernamental. A partir de allí, consensuar una estrategia unitaria que considere la gravedad y la urgencia del escenario al que nos enfrentamos. Por años se ha caído una y otra vez en el error fundamental de dividir a quienes se oponen al régimen con base en falsos dilemas: protesta/diálogo, voto/calle, como si la existencia de una dinámica excluyera automáticamente a la otra. El conflicto y la negociación han sido, a través de la historia, las dos caras de una misma moneda con la que se han materializado procesos de cambio político. Conflicto y negociación no son excluyentes sino complementarios. Por ello, los resultados de una eventual negociación dependen más de lo que pasa fuera de la mesa de diálogo que de lo que pasa en ella, o de quienes con la mejor buena fe la acompañan. Si el conflicto desaparece las motivaciones para negociar también desaparecen, y con ello las probabilidades de obtener algo esencialmente valioso de cara a un cambio político. Una estrategia de transición efectiva implica la combinación, balance y sincronización inteligentes, entre conflicto y negociación. Tal estrategia debe tener como propósito fundamental lograr el cambio político, preferiblemente por la vía electoral u otro medio legítimo que implique las mayores probabilidades de éxito y los menores costos para la población.

Una transición democrática es posible en el 2018 si se sabe tomar la debida ventaja de la elección presidencial, mediante la generación de expectativas positivas, pese a que no habrá condiciones electorales justas y que, en caso de ganar, se esté preparado, a diferencia de otras veces, para defender resultados e imponer su reconocimiento nacional e internacionalmente. Tal propósito es posible, sí y sólo sí, se cumple en un plazo inmediato con tres objetivos fundamentales: 1) Si los partidos hacen a un lado sus ambiciones políticas, por legítimas que sean, y logran consolidar la unidad de la oposición en torno a aquel candidato que goce del mayor consenso entre las bases, incluidos los electores que no se identifican con la MUD. Eso debería definirse entre finales de este año y la primera quincena de enero. 2) Si el comando de campaña diseña y ejecuta eficientemente una estrategia de movilización y motivación al voto, que logre mover a quienes tienen dudas sobre la utilidad de unos comicios. Esa estrategia no puede fundamentarse en negar las dificultades conocidas sino poniendo el acento en porqué es posible lograr el cambio por los votos y porqué es importante participar masivamente. 3) Si la unidad opositora acuerda, diseña y ejecuta una estrategia de vigilancia y defensa del voto, que considere conflicto y negociación como las dos caras complementarias de tal estrategia, que debe ser coordinada con una sociedad civil articulada y movilizada, como con una comunidad internacional comprometida con la causa democrática de Venezuela.
Si bien es cierto que los procesos de negociación son deseables y serán imprescindibles en algún momento, el liderazgo de oposición debe también comprender y estar atento al uso del diálogo como táctica dilatoria de la presión interna y externa, como freno a las sanciones, y como estrategia política orientada a erosionar el liderazgo de quienes aspiran a la candidatura del lado de la oposición. Mientras, el régimen pone a tono su maquinaria electoral para una convocatoria temprana que pueda tomar a la oposición por sorpresa. Sin una candidatura fuerte, capaz de movilizar a los electores como consecuencia del mismo diálogo, la oposición puede ser derrotada pese a que quienes se oponen al régimen triplican a quienes lo apoyan. En mi opinión, y considerando la evidente intención de Maduro de tratar de relegitimarse en una elección temprana, luce poco probable que el régimen otorgue alguna concesión significativa a la oposición que ponga en riesgo su continuidad en el poder. Una negociación parece más probable tras el desenlace electoral de 2018, cuando los acuerdos posibles estarán irremediablemente determinados por el resultado.
Asimismo, debe tomarse en cuenta que, en la medida en que el régimen tema a una derrota –porque su propia situación interna se complique o porque la disposición de la gente a votar aumenta en relación a las elecciones regionales y municipales– es posible que trate de postergar indefinidamente la elección presidencial hasta que se le presente una nueva oportunidad, como sucedió tras la derrota de la oposición contra la Asamblea Constituyente. En este escenario, donde la lucha será por la celebración de elecciones, las condiciones para ganar son las mismas tres: un liderazgo único, legítimo y unitario; una estrategia inteligente, y la coordinación estrecha con una sociedad civil movilizada y una comunidad internacional comprometida con nuestra causa democrática.
Al cierre de este 2017, que es el peor año del que tengamos memoria, me niego a aceptar que nos permitamos tener otro año igual o peor que este. Mucho menos que permitamos la consolidación de un régimen totalitario. La gente en la calle dice que esto cambiará el día que el pueblo se “arreche”, pero cuando lo oímos pareciera que nos referimos a la gente de otro país, que olvidamos que el pueblo somos todos y cada unos de nosotros. Un país no cambia si antes no cambiamos nosotros mismos. Aunque suene ingenuo, hoy me aparto del pesimismo porque estoy convencido en mi fuero interno de que una salida democrática sí es posible. El proceso de aprendizaje ha sido largo y traumático para todos, pero sé que este país tiene la reserva moral e intelectual para construir las tres condiciones esenciales que pueden hacer del 2018 el año de la Transición Democrática para Venezuela. Es sólo por esta convicción que me atrevo a decir: Feliz Navidad y a apostar a que el 2018 será un año feliz.


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