La industria del espíritu
JORDI SOLER
El filósofo Daniel Dennett propone una fórmula para alcanzar la
felicidad: “Busca algo más importante que tú y dedica tu vida a eso”.
Esta fórmula va a contracorriente de lo que propone la industria del
espíritu en el siglo XXl, que nos viene a decir que no hay más felicidad
que esa que sale de dentro de uno mismo, lo cual puede ser verdad en el
caso de un monje tibetano, pero no para quien es el objetivo de la
industria del espíritu, el atribulado ciudadano común de Occidente que
suele encontrar la felicidad afuera, en otra persona, en su entorno
familiar o social, en su oficio, en un pasatiempo, etcétera.
De acuerdo con la fórmula de Dennett la clave está afuera, en el otro
extremo, en la atención que dedicamos a cosas más importantes que
nosotros, objetivo, por cierto, nada difícil de conseguir pues, en
rigor, todo es más interesante que nosotros mismos.
La industria del espíritu, una de las operaciones mercantiles más
exitosas de nuestro tiempo, ha crecido exponencialmente en los últimos
años, no hay más que ver la cantidad de instructores y pupilos de mindfulness, o de yoga, que hay a nuestro alrededor. Mindfulness
y yoga en su versión pop para Occidente, no precisamente las antiguas
disciplinas que practican los maestros orientales, sino un producto
práctico y de rápido aprendizaje que conserva su estética, su merchandising y sus toxinas culturales.
Hasta hace muy pocos años el yoga y el mindfulness eran
actividades marginales, que practicaban unos cuantos, y hoy se han
convertido, en muy poco tiempo, en una industria multimillonaria. No
vamos a despreciar los beneficios físicos y mentales que da el yoga, ni
puede negarse que en la introspección del mindfulness podría
distinguirse eventualmente alguna luz, pero también es verdad que el
éxito súbito y meteórico de estas dos industrias da qué pensar.
Lo de hoy es cultivar la espiritualidad, mirar hacia adentro de uno
mismo, con un aire oriental, como vehículo para conquistar la felicidad.
Como si de verdad la felicidad fuera una parcela conquistable, y no ese
estado de ánimo aleatorio, espontáneo y efímero de, digamos, alegría
integral, que llega de vez en cuando y a ramalazos. Lo más que puede
experimentarse son momentos de felicidad, esa es precisamente la gracia;
si la felicidad fuera un estado permanente viviríamos en un mundo de
idiotas con sonrisa boba.
Frente al argumento de que la humanidad, finalmente, ha tomado
consciencia de su vida interior, ¿por qué tardamos tanto en alcanzar
este peldaño evolutivo?, propondría que, más bien, la burguesía
occidental está siendo el objetivo de una gran operación mercantil que
tiene más que ver con la economía que con el espíritu, la salud y la
felicidad de la especie humana.
En su ensayo America the anxious (St. Martin’s Press, 2016),
la periodista inglesa Ruth Whippman revela algunos datos que ha
recabado el Departamento de Salud de Estados Unidos: más de veinte
millones de personas, más o menos la mitad de los habitantes que tiene
España, practican la meditación en aquel país, y el gasto anual en
cursos de mindfulness, y los productos derivados de la
enseñanza y de la práctica posterior, es de 4.000 millones de dólares.
La cifra del yoga es todavía más importante: los nuevos yoguis invierten
10.000 millones de dólares al año en clases de yoga y accesorios como
la alfombrilla, los leggings, el botellín yogui de acero
inoxidable para el agua. De las industrias que crecen más, y más
rápidamente, en Estados Unidos, el yoga ocupa el cuarto lugar.
Esto sucede en un país que en su acta de independencia consagra por escrito la búsqueda de la felicidad (the pursuit of happines)
como uno de los derechos inalienables de las personas. Esta búsqueda,
como todo lo que sucede en aquel país, se ha extendido por los países de
Occidente y ha llegado aquí aplicada a la industria del espíritu, con
un éxito, y una militancia entre sus practicantes, de los que no gozan
la mayoría de los cultos.
La industria del espíritu es un producto de las sociedades
industrializadas donde las personas tienen ya muy resueltas las
necesidades básicas, desde el techo y la comida hasta el Netflix y el
Spotfy. Una vez instalado en el angustioso vacío que producen las
necesidades resueltas, el ciudadano maniobra para apuntarse a un grupo
que le procure otra necesidad.
Este creciente colectivo de personas que hurgan en sí mismas buscando
la felicidad, ya ha conseguido instaurar un nuevo narcisismo, un
egocentrismo new age, un egoísmo rabiosamente autorreferencial que, de paso, ha venido a trastocar el famoso equilibrio latino de mens sana in corpore sano,
decantándolo descaradamente hacia el cuerpo. El gurú del siglo XXI
invita a sus pupilos a consentirse a sí mismos, a tratarse
estupendamente mientras encuentran la puerta hacia la felicidad, los
anima a descubrir los misterios del mundo en sus propios ombligos.
Este novedoso egocentrismo new age encaja divinamente en esa compulsión contemporánea de cultivar el físico, se tenga la edad que se tenga, de anteponer el corpore a la mens.
A lo largo de la historia de la humanidad el objetivo había sido
volverse más inteligente a medida que se envejecía; los viejos eran los
sabios, ese era su valor, pero ahora asistimos a su claudicación: los
viejos ya no quieren ser sabios, prefieren estar fornidos y musculosos, y
dejan la sabiduría en manos del primer iluminado que se pone a impartir
cursillos.
Walter Benjamin rescata el consejo de un viejo sabio cabalista que
viene al caso; para conseguir un cambio importante en la vida no hacen
falta grandes movimientos, ni cursillos de ningún tipo, añadiría yo:
“Basta desplazar un poco esta taza, o este arbusto o esta piedra; y así
con todas las cosas”, recomendaba el viejo cabalista.
Si la industria del espíritu tiene de verdad los efectos que
promociona su clientela, ¿por qué no vivimos rodeados de gente feliz y
satisfecha?
Parece que el requisito para salvarse en el siglo XXI es inscribirse
en un cursillo, pagarle a alguien que nos diga qué hacer con nosotros
mismos y los pasos que hay que seguir para vivir cada instante con plena
conciencia. Sería saludable no perder de vista que el objetivo
principal de esas sesiones pagadas no es tanto salvarlo a usted, como
mantener a flote la economía del espíritu que, sin sus millones de
abonados, regresaría al nivel que tenía en el siglo XX, aquella época
dorada del hedonismo suicida, en la que el mindfulness era
patrimonio de los monjes, el yoga lo practicaban cuatro gatos y el
espíritu se cultivaba leyendo libros en una gratificante soledad.
Jordi Soler es escritor.
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