viernes, 1 de diciembre de 2017

Salir del naufragio

Simon Garcia

La Venezuela demolida por la falsa revolución ya no es siquiera una sociedad de un tercio: la pobreza degrada al 80% de una población castigada brutalmente por los malos servicios, la más alta inflación y el más bajo salario del planeta.
La quiebra del sistema de salud con personas muriendo por falta de medicamentos y la aparición del hambre son acusaciones indignantes para deslegitimar al presidente y rechazar un modelo basado en la exclusión y la destrucción. Este desacuerdo está superando la hemiplejia que nos ha partido en dos.
El país, aplastado por las arbitrariedades de una peculiar dictadura militar-civil, se va disolviendo por obra de la élite más corrupta, vulneradora de los derechos humanos y violadora de la Constitución de toda nuestra historia.  Las guerras internas entre esa élite están sacando a flote su ilimitada descomposición moral y humana.
Pero toda la anómala concentración de poder no ha podido con la sociedad. En ella subsisten partidos democráticos, instituciones disidentes como las Universidades, la iglesia y los restos del antiguamente fuerte movimiento popular. Pero todo el funcionamiento democrático está sometido a presiones represivas y restrictivas, debido al masivo adoctrinamiento ideológico, una organizada práctica populista y los recursos coactivos del Estado.
Una muralla de resistencia social al poder dominante han sido los partidos políticos, los más importantes de los cuales se agruparon en la MUD, hoy día dislocada por una crisis de representatividad y eficacia. Han luchado y defendido la democracia, la justicia y la libertad; pero no han logrado triunfos sólidos.
Los intentos de sustituir la estrategia de la MUD por el atajo del golpe o la espera de una insurrección popular se impusieron de modo excluyente a la participación electoral, la negociación con presión, el acompañamiento de luchas reivindicativas, la demanda de soluciones a problemas concretos o la protesta por temas como la inseguridad.
La MUD varias veces ha cambiado los formatos de lucha sin la menor explicación. Ha tomado decisiones, sin presentar justificaciones, que la opinión pública ha considerado erróneas. Y casi todos sus dirigentes han incurrido en una pugna basada más en las descalificaciones que en la presentación de soluciones. Este proceder rebaja la credibilidad de la dirección opositora y abre espacio para que rebroten distintas mutaciones de la antipolítica.
Es urgente restablecer una dirección colectiva unida en torno a un programa, comprometida con unos objetivos y sometida a reglas solidarias de comportamiento, aun y cuando no haya identidad total y se permita fundamentar públicamente los desacuerdos.
La dirección de la oposición tiene derechos, pero también unos deberes, una misión y unos propósitos sobre los cuales debe dar cuenta. El primero de ellos acumular éxitos y crear condiciones para comenzar a enfrentar la crisis y en paralelo, asegurar condiciones justas para someter a elecciones libres la escogencia del presidente de la República.
Esto exige desprendimiento, en vez de facturas. Aceptación de las diferencias, en vez de purgas. Y si fuera posible, concertar una alianza nacional, plural y representativa y una oferta de convivencia entre  proyectos políticos rivales.

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