Mario Vargas Llosa: «El nacionalismo es una fuente de racismo, son las dos caras de una misma moneda»
INES MARTIN R.ABC
«Un libro no se termina del todo hasta que no se tiene entre las manos». Con estas palabras recibe Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) las galeradas de su nueva obra. En apenas unos días, «La llamada de la tribu» (Alfaguara) pasará a engrosar las pobladas paredes de la biblioteca de su domicilio madrileño, donde recibe a ABC Cultural. Para su regreso al ensayo, el premio Nobel de Literatura ha decidido conformar una especie de mapa intelectual, siguiendo los pasos de los intelectuales que más le han influido: Adam Smith, Ortega y Gasset, Friedrich Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel.
Según advierte, se trata de un libro autobiográfico.
¿Qué objetivo perseguía al escribirlo?
Defender
al liberalismo de los estigmas que han caído sobre él desde hace muchos
años. Yo crecí en un mundo en el que la palabra «liberal» se asociaba a
un conservadurismo dogmático, sectario. Era una deformación, pero la
izquierda tuvo gran éxito al conseguir imponer esa caricatura. Todavía
hay un lastre, y quería mostrar que el liberalismo está identificado con
la democracia y representa la doctrina más avanzada.¿Qué objetivo perseguía al escribirlo?
En su caso, optar por el liberalismo fue un proceso intelectual, no político.
A
diferencia de lo que me ocurrió con las ideas de izquierda que defendí
de joven, en las que había emoción y pasión, en este caso fueron más
importantes el conocimiento y las ideas. Si eras un adolescente con
inquietud social y descubrías las injusticias sociales y económicas, lo
que significaban las dictaduras en América Latina, era muy difícil no
ser de izquierdas.
¿Por qué se suele confundir al liberal con el conservador?
A
la izquierda le conviene muchísimo. Es la justificación del socialismo.
Si el liberalismo es la máscara de la explotación y del imperialismo,
la gente con sensibilidad social tendría que ser socialista.
En
el libro se detiene ampliamente en el nacionalismo, cuya fuente es el
espíritu tribal. ¿Por qué esta tan presente en la actual sociedad? Y no
sólo en España...
Es por los grandes cambios que está viviendo el
mundo. Eso provoca incertidumbre y empuja a la gente hacia la forma más
primitiva, y nada es más primitivo que el nacionalismo. El nacionalismo
no responde a la racionalidad ni al conocimiento. Después de la
religión, no ha habido una razón mayor para las catástrofes, las
persecuciones, las matanzas que han llenado la historia. No hay una
doctrina que quiera volver más al pasado que el nacionalismo.
De hecho, lo estamos padeciendo...
Además,
es una fuente de racismo. El nacionalismo y el racismo son las dos
caras de la misma moneda. Uno no puede creer que nacer en un lugar es un
valor sin pensar que los otros son inferiores. Cuando vine en 1958 como
estudiante, España era un país del tercer mundo, tenía una dictadura,
vivía incomunicado. La transformación ha sido en muy poco tiempo y
prodigiosa. Pasó de la dictadura a la democracia, de ser un país pobre a
ser muy próspero. Algunos dirían que eso vacunó a España contra el
nacionalismo y, sin embargo, hemos visto el País Vasco, Cataluña…
En
el libro defiende que, salvo en defensa, justicia y orden público, lo
ideal es que en el resto de actividades se impulse una mayor
participación ciudadana. Pero muchos de los quebraderos de cabeza que en
España tienen que ver con el nacionalismo se deben al hecho de haber
cedido la competencia de la educación a las comunidades autónomas.
La
educación fue una de las concesiones más equivocadas que hizo la España
democrática, creyendo que así frenaba el nacionalismo. En el País Vasco
y en Cataluña, administraciones nacionalistas han utilizado la
educación como un gran instrumento de adoctrinamiento y han creado esos
monstruos que son los nacionalismos.
Ortega
y Gasset ya advirtió, en su momento, que el movimiento independentista
de Cataluña y del País Vasco serían en el futuro uno de los grandes
problemas de España. ¿Cómo es posible que un siglo después siga sin
resolverse?
Es que es un problema creado artificialmente. Es una
gran paradoja, porque ni el País Vasco ni Cataluña van a ser
independientes, nunca. En Cataluña es donde más cerca ha estado el
peligro de arrastrar a una población entera a una locura suicida, que es
lo que hubiera sido si prevalecía la independencia. Pero no va a
ocurrir. España está integrándose en una realidad política, social,
económica, cada vez mayor, como es Europa. Ese proceso representa el
progreso. Pero el avance de la civilización nunca ha sido fácil, siempre
ha provocado sus enemigos, y eso, en el caso de España, toma la forma
del nacionalismo regional extremo.
En una entrevista, poco antes de morir, Hayek dijo algo así como que todo liberal debe ser un agitador… ¿Está de acuerdo?
[Ríe]
Sin ninguna duda. Y él lo fue toda su vida. Si tienes convicciones
democráticas y liberales, crees en el progreso, en la civilización, y
eso es la negación de la inercia. Los países deben avanzar, progresar, y
para eso se necesita la agitación.
Y usted, como buen liberal, ¿es un agitador?
Agitador
es una palabra que se puede entender en muchísimos sentidos, pero si
uno está vivo y actúa, debe estar dispuesto a vivir situaciones
difíciles, complicadas, extremas. Y en esas situaciones es donde se debe
llevar la verdadera firmeza de las convicciones.
Para él, las ideas jugaban un papel fundamental en las democracias. Sin embargo, en la sociedad actual se han deteriorado mucho.
Uno
de nuestros problemas más graves es que las ideas importan menos que
las imágenes, y estas son mucho más fáciles de manipular por el poder.
¿Y se puede revertir ese proceso?
Debemos
hacer un gran esfuerzo, aunque no es fácil, porque las imágenes vienen
apoyadas por una tecnología que hoy llega al mayor número. Son las ideas
las que tienen que mover el mundo si queremos un mundo de seres libres,
y no de figuras pasivas que pueden ser fácilmente manipuladas.
Las imágenes y la manipulación tienen mucho que ver con eso que llaman posverdad.
Que es la mentira. La posverdad es simplemente una manera de disfrazar la mentira.
Hayek defendía que las mentiras se vuelven verdades en los regímenes totalitarios.
Es
la única manera que tienen de justificar su existencia. Pero lo
extraordinario es que no se da solo en las sociedades totalitarias, se
da en las democráticas. Y tienen sus grandes defensores, sus
intelectuales, que defienden esa cultura que piensa que es la primera
realmente democrática porque llega a todo el mundo. Eso es
peligrosísimo, porque un mundo movido enteramente por la tecnología
puede llegar a convertir en realidades las pesadillas totalitarias de
Orwell. Por desgracia, es un proceso que está en marcha. Si no fuera
así, jamás hubiera sido posible que un país como EE.UU. tuviese un
presidente como Trump.
Cuando dice pesadilla totalitaria, me imagino a Donald Trump escribiendo el primer tuit de cada día...
La
relación de Trump con la verdad y la mentira es opcional. Sólo son
verdades las cosas en las que él cree, y todo lo demás es mentira. Pero
ese no es un país subdesarrollado, se supone que es el más avanzado de
Occidente. Y si en ese país eso ha sido posible, ¿qué les queda al
resto, que están menos defendidos porque tienen culturas más débiles? Es
algo que tendría que preocuparnos y, sin embargo, no está en la agenda.
Eso también se debe a que la televisión ha banalizado la cultura, la ha frivolizado.
Hoy la televisión es una fuente de irrealidad extraordinaria.
Por
no mencionar a algunos de los «autores» que más venden y que están ahí
gracias a su histrionismo, no a su capacidad intelectual.
Es un
problema de la cultura de nuestro tiempo, que hace que los intelectuales
no sean el producto de sus obras, sino que sus obras sean el producto
de lo que ellos hacen públicamente.
Lo que usted denominó «la civilización del espectáculo».
Exactamente, y se ha agravado. Es una realidad que no se discute, se acepta.
Eso me lleva a preguntarle: ¿es el sentido común la virtud política más valiosa?
[Ríe]
Parecía que era eso, según el modelo inglés, que creía que era el más
avanzado. Pero después del Brexit, de ver cómo un país de valores
democráticos tan enraizados podía ceder a la demagogia, al chovinismo
más triste, ya no lo creo tanto. El sentido común tiene que ver con la
democracia. Ahora, pensar que eso educa a los individuos y los cambia,
no. Vamos a tener que estar siempre en alerta para impedir que los
viejos demonios, que nunca desaparecen, tomen la iniciativa y se
apoderen de la ciudad.
Revel
pronosticó que la gran batalla de finales del siglo XX sería contra la
censura. Me pregunto si ahora no estamos, de alguna manera, también
sometidos a una censura distinta, impuesta por la dictadura de lo
políticamente correcto.
En cierta forma, sí. Es una prueba más de
que nada llega a ser perfecto en el campo social. En el campo artístico
sí; una pintura, una composición musical, un libro, pueden ser
perfectos, pero jamás ocurrirá eso en el campo social, político,
económico. Siempre habrá que buscar transacciones, y eso es lo más
profundamente democrático que existe: acomodarse a una realidad, porque
si tratas de forzarla e imponer un valor, al final, la violencia estalla
y puede ser vertiginosa.
Precisamente, se apoya en Revel para asegurar que eminencias intelectuales como Lacan o Derrida en realidad fueron un fraude.
Sí,
porque utilizan un lenguaje muchas veces especializado y muchas
puramente tramposo, en el sentido de que la oscuridad no representa
profundidad. Ha habido un tipo de especialización que ha llevado a la
literatura a confinarse en minorías, porque la jerga que utilizan –lo
digo con lo desdeñoso de la palabra jerga– pone al lector al margen. La
literatura y las artes siempre han necesitado intermediarios para llegar
a un público vasto, y esos intermediarios eran los críticos. Ahora, los
críticos escriben sólo para especialistas o lo que escriben es un puro
fraude. Es una de las grandes carencias de nuestra época y una de las
razones por las que hay una gran confusión en la literatura. ¿Cuáles son
los grandes escritores y los que ni siquiera lo son? No hay una crítica
que lo establezca.
Al final del libro dice que los pueblos son mejores que la mayoría de sus intelectuales.
Sí, porque los intelectuales se han desprestigiado mucho por sus grandes equivocaciones, sobre todo en el campo político.
Para cerrar la conversación, me gustaría citar el discurso que dio Popper en el Festival de Salzburgo...
[Ríe] Lindo texto ese, sí.
Dijo:
«Soy un optimista en un mundo en el que la inteligencia ha decidido que
uno debe ser pesimista si quiere estar a la moda». ¿Es usted, también,
un optimista?
Soy un optimista. Creo en el progreso. Estamos
muchísimo mejor que hace 400 años. Hay menos violencia, menos
injusticias sociales, y eso lo ha permitido la democracia. Con todas sus
deficiencias y todas sus limitaciones, hay que defender la democracia,
porque ningún otro sistema ha traído tantos progresos a la humanidad.
Pero el optimista debe estar siempre alerta, movilizado.
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