martes, 6 de febrero de 2018

LA RELIGION, EL OPIO DEL PUEBLO
 
MARTA DE LA VEGA
 
Esta afirmación no es de Karl Marx sino de Bruno Bauer, uno de los llamados hegelianos de izquierda, profesor en Berlín de Marx adolescente en 1836 y después, del joven Nietzsche. Bauer acuñó esta expresión para describir metafóricamente la religión como una forma de alienación que narcotizaba, como el opio, a los sectores más deprimidos de la población, para paliar las deficiencias de la vida real, adormecer la razón y proyectar sobre el yo poderes irracionales y trascendentes, aunque a la vez servía para afianzar intereses minoritarios, sectarios y materiales de dominación.
Marx hizo famosa la frase en un texto de 1844, “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel” al considerar que “La religión es el suspiro de la criatura atormentada, el alma de un mundo desalmado…” Así, “la religión es el opio del pueblo”. Con ello Bauer y luego Marx, imaginaron que la gente más desposeída, en protesta contra la miseria vivida, se inventaba ilusiones de dicha para contrarrestar el sufrimiento y el dolor cotidianos. Aceptaba su realidad terrena como un irremediable valle de lágrimas temporal al que se resignaba por la promesa de un más allá dichoso, que iba a alcanzar en el paraíso celestial por toda la eternidad.
En ese contexto turbulento del siglo XIX, el clero y los jerarcas eclesiásticos, según Marx, como parte de la clase dominante, eran el poderoso instrumento de la manipulación social de la religión, la cual servía como legitimación trascendente de un orden injusto. Para Marx la miseria religiosa consistía en el descubrimiento de la miseria real y a la vez su justificación en una dimensión ficticia. La religión era fuente de alienación y conformismo, que era preciso desenmascarar.
De este modo llegó hasta el siglo XX la idea matriz de todos los pretendidos proyectos de revolución comunista, de la abolición de la religión en las sociedades en las cuales buscaron implantar su dominio. Ocurrió en la Unión Soviética, en el bloque de países del llamado socialismo real con Stalin, en China con Mao Tse Tung, o Pol Pot en Camboya, con sus brutales guerrilleros rojos, hasta llegar a Cuba, con los hermanos Castro y el Che Guevara.
Su denominador común: regímenes de terror, formas despiadadas de militarismo, dictaduras sanguinarias que destruyen la confianza y la integridad de las personas, que someten y envilecen al pueblo más vulnerable al reducirlo a la sobrevivencia primaria, coaccionado por el miedo, las urgencias más elementales, la desesperanza, el hambre, las carencias básicas, la muerte. Son utopías supuestamente movidas por la justicia social y el igualitarismo que en la vida cotidiana se convierten en un infierno. Así es hoy Venezuela.
No han pasado en vano transformaciones claves de la Iglesia Católica. De Rerum Novarum, “Acerca de las cosas nuevas”, de mayo de 1891, la encíclica del Papa León XIII funda la democracia cristiana y la doctrina social de la Iglesia. El Concilio Vaticano II bajo el papado de Juan XXIII, en 1962, fue un viraje modernizador de la Iglesia, una adaptación a los nuevos tiempos, una apertura hacia otras formas de fe cristiana u otras religiones y un acercamiento a favor de los fieles. La teología de la liberación convirtió la opción preferencial por los pobres en mandato evangélico, el rescate de la dignidad y la salvación cristiana, aquí, mediante la emancipación económica, social y cultural y la justicia para los oprimidos.
En Venezuela, en lugar de ser opio del pueblo, la religión, en las voces de la Conferencia Episcopal, jesuitas y otras órdenes religiosas, es hoy fuerza liberadora, portadora de esperanza, resistencia cívica frente al poder tiránico y el infierno que vivimos a diario. Con valentía y lucidez, no solo son voceros de la verdad y denunciantes de un régimen dictatorial, sino punta de lanza en la lucha contra la pobreza, la injusticia, la ausencia de Estado de derecho y de democracia.
La Iglesia acompaña e impulsa la lucha ciudadana a favor de los derechos humanos, los valores morales indispensables para reconstruir la República, la dignidad de la gente y el respeto por los otros. Con ella exigimos un cambio estructural y no solo de gobierno, mediante elecciones presidenciales de acuerdo con la Constitución, libres, transparentes, oportunas, secretas y universales.

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