domingo, 11 de febrero de 2018

La máquina de fabricar apátridas

I
Hasta las palabras se rebelan. Cansadas de tanto manoseo y manipulación chavista, un día se encabritan y vagan libremente en busca de su sentido fiel. Recuerdan al poeta Montejo: “Enturbiar el lenguaje es lo primero que hace el totalitarismo”.
“Apátrida” es buen ejemplo. La palabra que los rojos repiten como loros desde el día que El Gran Hermano la pronunció para descalificar todo reclamo popular. Si dices que no hay comida: “Eres un apátrida”. Diálisis para los enfermos renales: “Apátrida”. Elecciones libres: “Más apátrida aún”.
Pero la realidad es terca. Gracias a la debacle absoluta del presente, la palabra dejó de ser insulto. Ahora es un género creciente de venezolanos de todas las clases sociales que han ido adquiriendo esa condición. En su sentido estricto. No en el figurado. Como una calificación técnica. La de Acnur: “Apátrida es una persona que no es reconocida en ningún país como ciudadano”.
II
En Colombia, desde donde escribo, no hay manera de eludir el tema. En la prensa escrita, la TV y la radio, el foco es el mismo: la tragedia humanitaria de los miles de venezolanos que atraviesan la frontera, desesperados, en busca de un lugar donde sobrevivir.
Unos lo hacen legalmente, por los puentes y alcabalas. Otros por las trochas. Sumados, acumulan esta semana que hoy concluye una cifra de 2.000 venezolanos que diariamente vienen a asentarse. Más quienes entran y salen el mismo día en busca de alimentos y medicinas. O de algunas monedas obtenidas alquilando su cuerpo o vendiendo contrabando.
Para los colombianos el éxodo es también una amenaza. El control riguroso es casi imposible. La frontera con Venezuela tiene 2.190 kilómetros de extensión. Y solo desde el Táchira más de 300 trochas. Con toda razón, hay alarma. Los gobernadores de La Goajira, Norte de Santander y Arauca piden que se declare emergencia humanitaria. No tienen recursos suficientes para atender a los que llegan sin dinero, oficio conocido y, en algunos casos, ni siquiera documentos.
Porque la más reciente emigración es diferente. La de los empresarios, universitarios y mano de obra calificada –peluqueros, mesoneros, cocineros, albañiles–, que podía competir laboralmente, pasó a segundo lugar. Ahora también llegan caravanas de venezolanos pobres, tristemente andrajosos y famélicos, que crean campamentos de miseria a orillas del río Arauca, en las calles de Cúcuta, o en los terminales de pasajeros de Maicao y Riohacha.
Para nuestro pesar son el “hombre nuevo” que esculpió el populismo paternalista chavista. Un apátrida al que, de seguro, le costaría pronunciar esta palabra.
III
Incluso en Colombia, donde el gobierno y la mayoría de los habitantes muestran la mejor disposición, cuando eres emigrante la tienes difícil. Pero si eres emigrante y, además, muy pobre debes prepararte para lo peor. Tarde o temprano Colombia tendrá que regular el flujo y el filtro afectará a los más frágiles. Preparémonos para ver campos de refugiados. Como en Siria.
Sin embargo, centros religiosos, periodistas sensibles, funcionarios responsables, organizaciones académicas, como el Observatorio Venezuela de la Universidad de El Rosario, actúan en Colombia tratando de que se entienda el fenómeno, convocando solidaridad con los desplazados y apuntando a impedir que, como suele ocurrir en estos casos, haya brotes significativos de xenofobia. Pero aún todo es confuso.
“¿Cómo dejaron ustedes que las cosas llegaran hasta ese punto?”, preguntan algunos en la calle. Otros reclaman: “Es que ustedes son muy maricas, ¡aquí ya nos hubiésemos volado a ese hijo’e su madre!”. Los hay crueles, como el taxista que después de hablarme solidariamente concluye: “¡Hombre, tanto lujo y tantas misses, y ahora uno se come una venezolana por menos plata que esta carrera!”. Silencio.
IV
Una amiga, del mismo pueblo tachirense al que pertenezco, trata de convencer a su madre de que se venga a Cali. Que acá todo va a ser mejor. Pero mamá responde: “No mija, ya todos se fueron. Si me voy yo, ¿quién le va a llevar flores a tu papá en el cementerio?”.
Como en el cuento de Pedro y el lobo, los chavistas gritaban burlones: “¡Allí hay un apátrida! ¡Allí hay un apátrida!”.

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