Ramón Peña
El diálogo, o mejor dicho el capítulo dominicano del dialogo -porque
ya hubo uno previo a finales de 2016 de cuyo resultado no queremos
acordarnos- ya es commedia finita. Concluyó sin entendimiento, pero no
sin resultado. Terminó de rasgar ante la opinión mundial la máscara del
régimen, descubriendo que, además de dictadura, es también indiferente y
cruel ante la tragedia que asola al país. Intención primordial de los
representantes de la oposición y sobre todo de los mediadores
latinoamericanos, era abrir una vía de cambio que permitiría atender con
urgencia el drama alimentario, sanitario, social de los venezolanos.
Este propósito no encontró afinidad alguna con el ansia excluyente de
los representantes del régimen de mantenerse en el poder.
En las filas de la oposición, el diálogo también registró un
resultado, pero positivo, de orden moral. Los representantes de la Mesa
de la Unidad y sus calificados asesores demostraron temple y rectitud al
defender sus valores y objetivos, en la nada sencilla responsabilidad
de dialogar con gentes de una catadura más propia de malandrines que de
auténticos políticos. Salieron dignamente, con la frente en alto y
acreedores al reconocimiento de todos. Se sobrepusieron a maledicencias y
manidas verdades convencionales de los propios opositores, dentro y
fuera del país, cazadores de gazapos de sus compañeros de ruta,
inefablemente más inclinados a servir de caja de resonancia del régimen
que de las acciones de sus propios representantes.
Cerrada por el momento la salida negociada, la perspectiva es de
beligerancia al descampado. El régimen apuesta a nuestra fragmentación y
desmoralización. Se regocijará si reincidimos en guerrillas internas.
Lo que decidamos ahora es crucial y complicado. No es tiempo para
continuar tecleando trivialidades en las redes; más bien para exigir y
respaldar un sólido estado mayor que nos conduzca en ésta que luce como
la batalla final…
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