domingo, 25 de febrero de 2018

Woody Allen y el infierno

JAVIER CERCAS
UNA ESCENA de Sin perdón, la película de Clint Eastwood. El sheriff del pueblo acaba de pegarle una paliza a un antiguo pistolero, interpretado por el propio Eastwood, a quien un grupo de prostitutas quiere contratar para vengarse de unos clientes desalmados; escandalizadas, las prostitutas le reprochan al sheriff su brutalidad, le gritan que su víctima era inocente; entonces el sheriff, interpretado por Gene Hackmann, las mira intrigado y pregunta: “Inocente, ¿de qué?”. George Steiner sostiene que esa anécdota condensa el mundo de Franz Kafka; tiene razón: el de Kafka es un mundo donde, a diferencia de lo que ocurre en un estado de derecho, todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario (y demostrarlo es imposible). Y por eso el mundo de Kafka es, con permiso de Dante, la mejor descripción que la literatura ha hecho del infierno. Hace unos meses publiqué en esta columna un artículo titulado Feminismo salvaje. Se trataba en lo esencial de un salvaje chiste antimachista en el que venía a acusar a todos los hombres sin excepción, empezando por un servidor, de ser machistas por defecto, botarates básicamente ocupados en averiguar quién es más macho, y en el que proponía castigar a los asesinos y maltratadores de mujeres con diversos tipos de tortura, a cuál más cruel. Como es natural, algunos machotes se apresuraron a acusarme de incurrir en el delito de odio. Angelitos. Cuento esto porque ahora mismo no conozco una causa más justa que la de la igualdad entre hombres y mujeres, salvo la que combate la asquerosa violencia universal contra las mujeres. Pero la justicia también es una cuestión de forma, no sólo de fondo, y por eso en ella no es el fin lo que justifica los medios, sino los medios los que justifican el fin.
Me explico con el caso candente de Woody Allen. Como saben, en 1993 Dylan Farrow, hija adoptiva de Allen y Mia Farrow, acusó al director neoyorquino de abusar sexualmente de ella, que entonces contaba siete años. La denuncia fue investigada por los servicios de bienestar infantil de Nueva York y por un hospital de Connecticut, y ambos concluyeron que no hubo abuso. Pero, al calor de las campañas antimachistas surgidas a raíz del caso Weinstein en la industria cinematográfica norteamericana, Farrow ha insistido en sus acusaciones, lo que ha provocado que un nutrido grupo de estrellas de Hollywood abomine públicamente de Allen y que se haya desatado un torrente de solidaridad con ella; en el momento en que escribo estas líneas, el escándalo es de tal calibre que los productores de la última película de Allen se están planteando dejarla sin estrenar. De nada ha servido que el director haya proclamado una y otra vez su inocencia, que haya sostenido que todo fue orquestado por su exmujer, Mia Farrow, para vengarse de que la abandonara por otra de sus hijas adoptivas, que alegue las dos investigaciones independientes que le absolvieron e incluso el testimonio de otro hijo adoptivo suyo y de Farrow, según el cual fue ésta quien inventó las acusaciones: que yo sepa, casi nadie en Hollywood se ha atrevido a defender abiertamente a Allen, sin duda por temor a ser acusado de machista, de amparar a un verdugo frente a una víctima, así que todo parece indicar que el director ha sido ya condenado. Menudo espanto. Porque nadie parece advertir que aquí lo esencial no es atacar o defender a Allen, quien por supuesto podría ser culpable; lo esencial aquí es que, a menos que decidamos convertir nuestro mundo en el mundo de Kafka, Allen es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Ese es el principio de la civilización; también el final: más allá sólo está el infierno. La lucha por la igualdad y la integridad de las mujeres es una lucha justísima, pero, mal defendida, la lucha más justa puede convertirse en la más injusta. Cuando estalló el caso Weinstein, Allen declaró a la BBC que aquella era una historia trágica, retorcida y triste, sin ganadores. Añadió: “Sólo espero que no nos lleve a una caza de brujas”. A juzgar por lo que está ocurriendo con el propio Allen, es evidente que sus esperanzas no se han cumplido. Malas noticias para una buena causa.

Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962). Estudió Filología Hispánica en Barcelona y en la actualidad ejerce la docencia en la Universidad de Girona, donde enseña Literatura Española. También es un colaborador habitual de medios como el periódico El País.es conocido tanto por sus novelas como por su labor periodística y de ensayo. Con su obra Soldados de Salamina (2001) -adaptada al cine en 2003- logró un gran éxito de crítica y ventas. Su primer libro, El móvil (1987) fue una antología de cuentos, siendo sus novelas El inquilino (1989) y El vientre de la ballena (1997) sus siguientes publicaciones, que consiguieron un éxito moderado. Sin embargo, con Soldados de Salamina (2001) Cercas alcanzó un gran éxito, no sólo a nivel nacional sino internacional. Gracias a esta novela, Cercas ha ganado premios tan importantes como el Salambó, el Ciutat de Barcelona, el Librero o el Grinzane Cavour. Tras este importante éxito, las siguientes novelas de Cercas han alcanzado el favor de la crítica y habría que destacar títulos como La velocidad de la luz o La verdad de Agamenón. Al mismo tiempo, Cercas ha destacado como traductor, acercando al público en español la literatura contemporánea catalana. En 2009, Cercas publicó Anatomía de un instante, una novela periodística, casi un ensayo, sobre el golpe de estado español del 23F, con el que alcanzó los primeros puestos de ventas en no-ficción durante meses. En 2010 su obra fue premiada con el Premio Nacional de Narrativa, reconociendo de esa manera la calidad literaria de su obra. Javier Cercas es uno de los autores españoles más traducidos, ha sido publicado en 20 idiomas ha sido alabado por la crítica en Francia, Inglaterra y Estados Unidos.

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