FERNANDO MIRES
Desconcierto, irritación, enojo, y otros sentimientos nada positivos fueron los que despertó en primera instancia la decisión de la MUD de suspender la marcha a Miraflores anunciada por Henrique Capriles el 26-O. Las escuetas explicaciones ofrecidas por Henry Ramos Allup contribuyeron a atizarlos. Los enemigos internos de la MUD, así como esa cáfila de tuiteros conocida como “la oposición a la oposición” comenzaron a vivir horas de fiesta. Al fin la MUD se había quitado la careta. Su cobardía quedaba al desnudo. Había llegado el momento de volverle las espaldas y plegarse a las voces disidentes de la MUD para marchar con todo hacia Miraflores.
La verdad, “el frenazo” fue muy brusco. Todo parecía marchar por “el lado correcto de la historia”. Sobre todo después de que el régimen robara el RR16 y con ello el derecho de los ciudadanos a elegir y a des-elegir. La marcha a Miraflores iba a ser el comienzo del final. El pueblo destronaría a Maduro, el ejército se pasaría a las masas insurrectas y los dirigentes de la oposición llamarían a nuevas elecciones. Y de pronto la contraorden de la MUD del 01 de Noviembre lo enfrió todo. La marcha a Miraflores fechada para el 3-N fue suspendida, hasta nuevo aviso, a petición del Papa.
Probablemente si la MUD hubiese convocado a una simple marcha callejera y esta hubiera sido suspendida, “el frenazo” no habría sido tan brutal. El problema es que fue convocada hacia Miraflores y Miraflores, en la reciente historia venezolana, es una palabra mítica.
Si bien Henrique Capriles intentó explicar que Miraflores no es más que un edificio público situado en un lugar hacia el cual todo ciudadano tiene el derecho a marchar, lo cierto fue que muchos, en su imaginación encendida, entendieron la marcha a Miraflores como “la toma de Miraflores”. Maduro y Cabello en sus militarizadas cabezas la entendieron, dicho con toda seguridad, del mismo modo.
Miraflores ocupa desde los acontecimientos de Abril del 2002 un lugar privilegiado en la mitomanía venezolana. Desde que los militares, montados sobre desordenadas manifestaciones derrocaran a Chávez para volver después a ponerlo, Miraflores ha sido visto por muchos como el centro no simbólico sino real del poder. Como escribiera Paulina Gamus en un artículo que tuvo el efecto de arrojar un saludable balde de agua fría sobre las cabezas más calientes, Miraflores ocupa en determinados sectores de la oposición venezolana el lugar de “la tierra prometida”.
¿Qué habría sucedido si hubiera tenido lugar la marcha a Miraflores tal como la entendían algunos de los convocados? preguntó con su directo realismo Paulina. La respuesta: o una masacre de enormes proporciones, o una hábil maniobra del régimen, invitando a dialogar en Miraflores, o un golpe militar que derrocaría a Maduro para instaurar un madurismo militar sin Maduro. O simplemente –se puede agregar- un “aquí no ha pasado nada” y calabaza, calabaza, cada uno pa su casa.
Pese a que la oposición también ha rendido tributo al mito Miraflores, su tarea será la de explicar en los días que sigan a la suspensión de la marcha, por qué Miraflores no es la torre de la Bastilla ni el Palacio de Invierno. Deberá explicar, además, que el dilema no es ir o no ir a Miraflores sino restaurar el principio constitucional de las elecciones libres y soberanas, principio violado por Maduro, Cabello y su gente. En otras palabras, que el tema central no es la ocupación de Miraflores sino la vigencia del RR16 o en su defecto, el adelanto de las elecciones presidenciales, lucha enmarcada por una vía electoral, pacífica, constitucional y democrática. Como se ha dicho siempre. Como debe ser.
Generalmente las movilizaciones sociales y políticas no excluyen el diálogo, siempre y cuando ese diálogo no obstruya ni destruya a las movilizaciones. En el reciente caso venezolano, el llamado papal no solo interfirió a las movilizaciones sino, además, desactivó a la protesta internacional, los gobiernos latinoamericanos encontraron el pretexto para desentenderse del candente tema en nombre del diálogo, y en el interior del país, desmovilizó a las fuerzas opositoras.
La oposición, sin embargo, no tenía otra salida que acatar el llamado papal. Las razones son varias. Esa misma oposición había solicitado con anterioridad la mediación papal. Mal podía negarla si después de la visita de Maduro al Papa, el Vaticano ofrecía sus artes mediadoras. Después de todo el Papa no es cualquier tipo.
Dejemos de lado -no vale la pena gastar palabras con esa gente- a quienes ven en Francisco un Papa populista, miembro de una conspiración internacional en la que participan Obama y la señora Merkel y cuyo objetivo es frenar las luchas democráticas en aras de la estabilidad mundial.
El Papa es, antes que nada, representante máximo de una Iglesia cuya religión –así lo escribió Hannah Arendt (como elogio y no como crítica)- es la más antipolítica de todas. No es una religión de libro, sus mandamientos judíos están circunscritos al plano religioso y, por si fuera poco, sobre toda ley pone el principio del amor a Dios y al próximo, incluyendo a nuestros enemigos.
Fue Benedicto XVl quien desde su perspectiva profundamente teológica admitió que la Iglesia contrajo un compromiso con la democracia occidental, no por decisión política, sino porque es la forma de gobierno que mejor garantiza la libertad de pensamiento y de culto, a diferencia de los regímenes dictatoriales, en su mayoría de índole teocrático o idolátrico (el carácter idolátrico del chavismo no escapa seguramente a la mirada vaticana).
El poder del Papa es un poder espiritual. Justamente por eso –es la paradoja- el Papa, a diferencia de los representantes de otras religiones, es solicitado como mediador en diversos conflictos nacionales e internacionales. Y el Papa, por ser Papa, no puede pronunciarse sino por la paz y por la armonía entre y dentro de las naciones.
El rol del Vaticano no es por lo tanto tomar partido, y si lo toma debe hacerlo en contra de toda confrontación y conflicto (o si no, no sería mediador). El problema, es que sin confrontación ni conflicto, no hay política. Pero como el Papa no puede ni debe suprimir a la política, su tarea es evitar que la política sea desbordada y llegue a transformarse en una guerra. Eso explica la presencia de su enviado en Venezuela, país cuya gran mayoría profesa la confesión católica. Con ciertos ribetes paganos sí, pero católica.
Bajo esas condiciones la oposición no podía sino aceptar la mediación papal, acatar sus disposiciones y acceder a sus solicitudes en aras de una paz que, frente a las condiciones de guerra interna impuestas por el régimen militar de Maduro (su palabra más recurrente es guerra) solo puede convenir a la oposición. Más todavía si la exigencia de la oposición es el restablecimiento de la norma constitucional violada por el régimen.
La oposición, en verdad, no tiene nada que negociar. Su petición es solo una: que el régimen acate la Constitución. Dentro de esa Constitución está el Revovacorio y la liberación de los presos políticos. Fuera de la Constitución solo está la dictadura, la represión y las cárceles.
Naturalmente, la MUD es conciente de que el régimen, con la mediación papal, solo busca reconocimiento democrático internacional y ganar tiempo al “enemigo”. Para obtener lo primero ha liberado a algunos presos políticos. De a poco, tal como hacen los asaltantes de banco cuando toman como rehenes al personal y sueltan uno a uno a cambio de concesiones. Espectáculo cruel y deplorable. Para obtener lo segundo, utilizará la buena voluntad papal y solicitará alargar al máximo los plazos de mediación. La MUD deberá ser en ese punto implacable. Los plazos no pueden alargarse hasta el infinito. No más de una semana, dijo Capriles.
El régimen no está en condiciones de exigir nada. Solo debe restablecer la Constitución. Con la Constitución restablecida no habrá presos políticos y las elecciones deberán ser fijadas en el tiempo más rápido. En esas circunstancias lo más probable es que el diálogo fracasará. Pero no será por culpa de la MUD. Y esto es muy, pero muy importante.
La MUD, como representante de los partidos de la oposición está facultada para convocar y por lo mismo para desconvocar. De acuerdo al principio de delegación no está obligada a dar cuenta de cada uno de sus pasos. Pero si se trata de un viraje, o en este caso, de un “frenazo”, sí debe dar cuenta clara a sus seguidores. Ojalá por escrito, en un comunicado público puesto al alcance de cada ciudadano. Si no lo hace se expone a pagar altos precios políticos, a fomentar la división y a crear innecesarias desmovilizaciones.
Padecemos de un problema comunicacional, han dicho algunos dirigentes de la MUD. Puede que así sea. El problema, sin embargo, no es técnico. Obedece a una concepción política muy latinoamericana de acuerdo a la cual los movimientos están divididos en vanguardias y en retaguardias. Estas últimas son concebidas como masa en permanente disposición a la que es posible movilizar para allá o para acá. Pero los seguidores de la MUD no son iguales a los del PSUV.
La MUD es un frente de partidos, es decir de partes diferentes. Por lo mismo, sus divisiones son inevitables. En ciertas ocasiones, necesarias. Los simpatizantes y partidarios de la MUD son deliberantes. A través de las redes y de otros modos de comunicación forman –a veces de modo muy primitivo- diversas opiniones. Pueden transformarse en multitudes pero no son “masa” en el sentido tradicional del término. Piensan y actúan. No son objetos, son sujetos. Saben cuando hay que ir a una manifestación o cuando hay que quedarse en casa. Por eso hay marchas que han sido escuálidas y otras apoteósicas. En suma, los partidarios de la MUD no son solo público. Son actores políticos y como tales deben ser informados. Sobre todo cuando se toman decisiones tan fundamentales como fue “el frenazo”.
Lo último ha sido escrito en un tono muy crítico pero a la vez muy solidario.
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