TULIO HERNANDEZ
EL NACIONAL
I.
Lo comprendí a plenitud un mediodía de marzo. En una ciudad ruinosa llamada Managua. Frente a un hotel bautizado Alameda Real.
A finales de los años 80 y la guerra entre los sandinistas –empujados por el sátrapa Fidel Castro– y la contra –financiada por el azote Ronald Reagan– ya le había dejado a la pobre nación centroamericana, la que parió a ese grande de las letras llamado Rubén Darío, la nada despreciable cifra de 28.000 muertos.
Por entonces, gracias a unas dificultades de Marcelino Bisbal, el profesor que acaba de publicar La comunicación bajo asedio –una condena definitiva a los abusos de poder comunicacional del militarismo rojo– fui a reemplazarlo en unas clases en la maestría de Comunicaciones que había organizado la Universidad para la Paz creada, en Costa Rica, por el para ese momento ex presidente Rodrigo Carazo.
Por entonces nuestra democracia era tan ejemplar, que el de Venezuela era uno de los gobiernos que servía de negociador entre los dos bandos de la guerra civil que ocurría en Nicaragua. Y con los alumnos, latinoamericanos unos, asiáticos otros, europeos los más, nos fuimos por tierra, en autobús, desde San José, a ver lo que acontecía.
Y fue decisivo. Ese día fui testigo de una escena que me ha hecho pensar para siempre que diálogo siempre es mejor que guerra. Perdón, más esperanzador que matanza. Y acuerdo, alternativa más noble que fusilamientos.
II.
La escena que encontramos frente al hotel donde por primera vez se reunían altos dirigentes de la contra y de los sandinistas a negociar en terreno nicaragüense fue espeluznante.
Unos treinta hombres hacían un círculo. Todos en silla de ruedas. Todos morenos o indígenas. Todos obviamente pobres. Uno sin un brazo. Otro sin piernas. Aquel sin un ojo. Este sin oreja. El otro desfigurado con una cicatriz que le partía el rostro en dos. Gritaban juntos, con un tono desgarrador de falsete que jamás olvidaré: “¡Paren la guerra hijueputas que ustedes no son los que la sufren!”
Para esa época yo estaba a favor de los sandinistas. Porque habían luchado contra la dictadura de Somoza, tenían un discurso que parecía alejado del horror de la izquierda marxista, todavía no se habían vuelto salvajemente corruptos. Entonces pensé de inmediato que se trataba de una manifestación de contras.
Hasta que un periodista sueco nos explicó que no. Que el grupo estaba integrado por víctimas de la guerra de ambos bandos. Que en la rueda uno era sandinista, el otro contra. Luego un sandinista. Luego un contra. Y que los que podían, porque el otro bando no se las había cortado, se agarraban de las manos con fervor.
III.
Soy de los que prefieren que la nuestra, de este momento, sea una salida negociada. Soy de los que confía en la MUD y de los que tiene esperanzas de que en el seno del chavismo haya cabezas sensatas para impedir que la sangre llegue al río.
También soy, lo digo con mucho pesar, de los que –si no nos dan salida, si nos siguen persiguiendo, encarcelando y humillando como hasta ahora– puedo ponerme activo en un enfrentamiento radical. Pero no me gustaría. Me parecería un final triste para mí como ciudadano y para mi país.
IV.
No me gustaría que alguien lance una bomba en mi casa. Tampoco me gustaría, por defensa propia, aceptar que le pongan una en la suya –en Australia, en Londres, en París, donde sea– a la hija o al hijo de un jerarca rojo. No hace falta. No nos lo merecemos. Para qué correr tantos riesgos. Vamos a sufrir los dos bandos.
Como decía Gandhi, si nos tomamos en serio aquello de ojo por ojo, diente por diente, el mundo estaría inundado de tuertos y desdentados.
Señoras y señores rojos, los rusos también juegan. En la guerra nadie está libre de culpas. Ni tiene seguro de vida. Mejor es la paz. ¿En nombre de qué vamos a volver a matarnos como en el siglo XIX? Y empezar otra vez. Qué dolor. Para terminar un día en una rueda de pobres lisiados –un chavista y un demócrata, un chavista y un demócrata– pidiendo el fin de la guerra. Quien está en el poder decide.
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