domingo, 6 de noviembre de 2016

ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA (LATINA)

HECTOR SCHAMIS

“Una elección como ninguna otra”, afirmación repetida infinitas veces. Por cierto que es un tiempo político sin precedentes. Entre otras razones, por que esta elección americana se ha jugado en terreno latino y latinoamericano. Ello tanto por la demografía del país como por la temática. Si Trump quería un país menos latinoamericano, pues lo ha hecho más.
Así fue desde el comienzo de las primarias, con el muro, las ofensas a los mexicanos, sus ignorantes opiniones sobre la inmigración y sus críticas sin base a NAFTA. Un arsenal programático que se hace extensivo a toda América Latina. No solo por la identidad común sino porque muchas naciones de la región dependen de los migrantes—y sus remesas—y México no es el único socio comercial de EEUU—agréguese CAFTA-República Dominicana, Panamá, Colombia, Perú y Chile.
Los temas que han agitado el debate, entonces, constituyen una invitación a los latinoamericanos a hacerse parte de él. El expresidente mexicano Vicente Fox, por ejemplo, ha estado haciendo exactamente eso, en virtual campaña por Texas y acompañado de otros ex mandatarios. Tal vez en respuesta a aquel bochorno de Peña Nieto con Trump, Fox ejemplifica que este es un hemisferio de distrito único. Todos “votan”.
Sigamos con el acuerdo de observación electoral de la OEA, una histórica primera vez bajo el liderazgo de la expresidente Laura Chinchilla de Costa Rica. Algunos comentaristas lo han visto como respuesta directa a Trump y sus acusaciones de fraude. Han señalado—con bastante etnocentrismo—que EEUU podría convertirse en un país con riesgo de violencia electoral como algunos países latinoamericanos. Algo así como criticar a Trump razonando igual que él.
Desafortunada lectura, la realidad es que la observación electoral no es un hecho excepcional. Ni mucho menos. Es un principio que la OEA aplica a todos sus Estados miembros, siendo Estados Unidos uno de ellos. Invitación mediante, la observación ocurre para ayudar a garantizar la neutralidad del proceso electoral, legitimarlo de acuerdo a normas internacionales y entrenar a los profesionales a cargo de su administración.
O sea, en hora buena por la observación. Ocurre, además, que el sistema electoral estadounidense dista de ser perfecto y ello antes—muchísimo antes—de Trump. La exclusión de minorías en el Deep South ilustra el punto. Durante la segregación se hacía por medio de la ley; después de la misma sucede con las interminables colas para votar.
Es cierto que es casi imposible la existencia de fraude organizado en Estados Unidos, pero precisamente porque se trata de un sistema híper descentralizado. En él existen 13 mil autoridades electorales, en las que cada condado organiza su propia elección de manera autónoma, incluyendo a quién se le permite votar y el método para contar los votos. Lejos de ser el único, el fiasco de Florida en el año 2000 es el más notorio.
En todo caso es una distorsión aleatoria. La literatura sobre el tema es abundante, no hay necesidad de citar a pie de página. Alcanza con recordar que algunos distinguidos académicos—el fallecido Robert Pastor, entre ellos—recomendaron aprender administración electoral de los latinoamericanos, justamente, en especial de México. Nada menos.
El problema es que Estados Unidos (o Trump) parece determinado a importar de América Latina sus peores prácticas institucionales, no las que funcionan bien. La reciente carta del director del FBI sobre los hipotéticos nuevos correos electrónicos de Hillary Clinton que podrían revelar nuevas violaciones a la ley—precisamente, hipotéticos porque podrían ser duplicados de la investigación en curso—lo indica con elocuencia. Hasta el lenguaje sugiere similitud con un persistente infortunio latinoamericano: la politización de los organismos de seguridad.
Aun más intranquilizador es cómo lo reporta la prensa, y la prensa seria. Se habla de “facciones dentro del FBI” y “desobediencia dentro de la institución”. Voceros de la campaña de Trump anticiparon que “algo grande” ocurriría y a posteriori lo justificaron haciendo referencia a “una revolución dentro del FBI a punto de ebullición”. Muchos latinoamericanos hallarán este escenario familiar.
No es la primera vez que “la ley y el orden” se politizan en Estados Unidos. Las listas negras de McCarthy en combinación con el abuso de poder y la caza de brujas de Hoover en el FBI son hasta leyenda cinematográfica. Sin embargo, el efecto positivo de Watergate en los setenta fue que motivó el fortalecimiento de la arquitectura constitucional: la separación de poderes y la neutralidad política del sistema legal; fundamental, siendo que el FBI es una dependencia del Departamento de Justicia.
A propósito, mientras Trump hacía campaña citando la carta del director del FBI, en Brasilia un fiscal federal abría una investigación criminal a dos fondos de pensiones de trabajadores del Estado que invirtieron en el Trump Rio de Janeiro Hotel, aún sin terminar. El argumento se basa en una supuesta violación de regulaciones sobre diversificación del riesgo.
Ello sugeriría la existencia de corrupción. Un tema en el que el poder judicial brasileño posee gran experiencia, por cierto, en un país en el que la separación entre la justicia y el poder político es robusta, según algunos demasiado. Y a propósito de hipótesis, aparentemente más robusta de lo que sería en una presidencia de Trump.

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