África en América Latina
HECTOR SCHAMIS
Una buena parte de mi aprendizaje sobre Venezuela ha tenido
lugar gracias a mis frecuentes intercambios con Ibsen Martínez y la
regular lectura de sus textos, varios de ellos en este mismo periódico.
Un tema es recurrente en sus escritos, casi una obsesión, me animo a
decir: el petróleo, siempre la variable explicativa de su propio
Macondo, esa Venezuela Saudita donde la mismísima categoría “tiempo”
parece inexistente. Como en Macondo, precisamente, un pueblo sin
historia.
Habiendo
trabajado sobre la economía política del desarrollo, mi afinidad con
este tema no podría ser más directa e inmediata. Es que el Macondo
petrolero de Ibsen es una genial acuarela literaria de lo que, en un
dialecto intelectual diferente, llamamos “la maldición del recurso”. Son
narrativas gemelas.
Esta literatura, fundamental en economía política, habla de
países que funcionan en base a exportar recursos naturales. Nos dice que
dichas economías crecen durante shocks de precios favorables, pero con
las clásicas distorsiones de la “enfermedad holandesa”. El exceso de
divisas aprecia el tipo de cambio real, afectando la competitividad del
sector industrial y desplazando el grueso de la inversión hacia el
sector exportador. De este modo, la renta exportadora se usa para
financiar importaciones de manufacturas. Cuando los precios
internacionales caen, y siempre caen, se desacelera el crecimiento.
En consecuencia, en estos países la economía crece por
debajo de su potencial, modestamente en el largo plazo y con visibles
desequilibrios sectoriales y regionales, resultado de pronunciados
ciclos de boom and bust. Típicamente, ello invita políticas
fiscales inconsistentes, sumando otro desequilibrio: de presupuesto. El
final de este camino los encuentra en medio de una gran crisis
macroeconómica y una masiva destrucción de activos. Tanta riqueza los ha
hecho pobres.
La política, a su vez, refleja, al mismo tiempo que
exacerba, estos ciclos. Diversas facciones se disputan las rentas a
efectos de distribuir beneficios entre sus clientes políticos, un
escenario propicio para sistemas de dominación patrimonialistas. Un
corolario de esto es un aparato estatal de tenue densidad institucional,
propicio para un jefe del ejecutivo con autoridad discrecional sobre la
política económica.
Con un Aureliano Buendía sentado sobre oro negro, entonces,
la democracia es improbable. La Venezuela del Punto Fijo, democrática
mientras el resto de América Latina estaba bajo dictaduras militares,
constituía una anomalía teórica. Era democrática no por su riqueza
petrolera sino a pesar de ella. Uno no encuentra semejante extravagancia
en el Golfo Pérsico, continuando con la metáfora Saudita.
Evidentemente, Chávez llegó determinado a corregir dicha rareza.
Por supuesto que Noruega—donde dos tercios de la canasta
exportadora son en gas y petróleo—es la excepción a la regla, aunque en
gran medida por el beneficio de una excepcional secuencia histórica. Es
que Noruega descubrió la democracia casi un siglo antes de descubrir
petróleo. El tiempo puede ser una variable relevante.
Pero si la economía de recursos naturales está asociada a
desequilibrios macroeconómicos y al autoritarismo, también lo ha estado
al conflicto prolongado y la guerra civil. Uno tras otro, los estudios
empíricos confirman una robusta asociación entre una economía
dependiente de exportaciones de recursos naturales y la violencia
interna en países de bajo ingreso per cápita. El factor precipitante
puede ser el petróleo, como en Sudan y Congo; pero también diamantes,
como en Sierra Leone; oro y cobre, como en el Congo Democrático; cacao y
café, como en Liberia; fosfatos, como en Marruecos; o bien sustancias
ilícitas, como el opio en Afganistán.
Lo común a todos es que la volatilidad de los ciclos
económicos en un sistema político de carácter patrimonial incentiva a
las facciones a obtener la propiedad del recurso. La erosión de la
legitimidad y autoridad del Estado magnifica esta tendencia.
Irremediablemente, dichos grupos cumplen funciones cuasi estatales:
control del territorio (léase, definir y hacer cumplir derechos de
propiedad) y el cobro de tributos (léase, extorsión), claro que sin
detentar el monopolio absoluto de la coerción y generando entonces
competencia entre sí y mayor fragmentación.
Es decir, generando violencia. El rango de la misma puede ir
de la violencia anómica, como es el caso del crimen urbano, hasta una
declarada guerra por el recurso dirigida y financiada por warlords—contrabandistas,
extorsionadores, traficantes, terroristas o una combinación de todo lo
anterior—en ejercicio de una proto-soberanía. Ante la ausencia de
autoridad política centralizada, el Estado, una cierta secesión ocurre
de facto.
Una vez que la violencia se dispara, ello desencadena una
fatal reversión del desarrollo. A medida que el conflicto escala, el
ingreso se contrae, la mortalidad crece, las enfermedades se propagan,
el crimen se desborda. El hambre se esparce y el consumo de proteínas
colapsa. Toda una generación puede estar privada del desarrollo neuronal
necesario para el aprendizaje. Las pérdidas en capital humano son
irrecuperables.
Los efectos de estos conflictos no reconocen fronteras. Se
cuentan en epidemias, refugiados y en la propagación de actividades
ilícitas. Todo lo cual supone costos crecientes para los países vecinos
en defensa, salud pública y seguridad. El control de fronteras,
narcotráfico y lavado de dinero requiere mayores presupuestos en toda la
región contigua al conflicto. Una carrera armamentista también es
plausible, la violencia engendra más violencia.
He obviado a Venezuela deliberadamente en la segunda parte
de esta columna, en la esperanza que el lector haya hecho el paralelo en
su mente. Ocurre que, entre sus muchos crímenes, el chavismo ha
instalado la guerra por el recurso en América Latina y el Caribe, un
tipo de amenaza que la región tendrá que enfrentar por décadas. La
Venezuela Saudita ha traído África a América Latina. Su tragedia le
pertenece a todo el hemisferio.
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