UN FUSILAMIENTO
ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
A principios de febrero de 1907, el coronel Antonio Paredes se dirige
de Trinidad a Venezuela para derrocar a Cipriano Castro. Lo acompañan
13 seguidores provistos de 20 fusiles y 20 sables. Así lo comunica al
gobernador inglés de la isla, quien no le concede importancia a la
novedad. No sé por qué ahora vuelve a mi memoria este suceso
admirablemente descrito por Ramón J. Velásquez. Quizá porque considere
que es un hecho que después no se verá en Venezuela y valga la pena que
no escape de los recuerdos colectivos; o tal vez por lo contrario,
porque puede recobrar vida en términos monstruosos.
Muy joven, en 1893, Paredes quiere dirigir un movimiento armado
contra el presidente Andueza, quien pretende continuar en el gobierno
pese a que la Constitución ordena la conclusión de su mandato. No
encuentra apoyos y se une a la Revolución legalista del general Crespo.
Se hace famoso entonces porque él solo, después de perder un escuadrón
de milicianos, provoca la estampida de una tropa gobiernera en la región
carabobeña de Montalbán. También por aferrarse a la disciplina y por su
benevolencia con el enemigo: vigila la propiedad ajena, no permite
saqueos y detiene a quienes se ceban con los derrotados. Sienten los
demás oficiales que es un sujeto extraño, por lo tanto. Después del
triunfo legalista, Crespo lo coloca de comandante militar en Puerto
Cabello. No es un premio, sino más bien un alejamiento prudente, debido a
que la fortaleza no tiene ni siquiera un mueble para la atención de la
rutina. Cuando apoya para la gobernación del estado a un candidato sin
el favor del Taita, las noticias que llegan de las molestias provocadas
en la residencia presidencial le aconsejan el camino del exilio.
Se establece en Curazao para formar parte de un movimiento
conspirativo que se desgasta en las querellas de sus miembros y por la
falta de una cabeza que los aglutine. La desilusión lo lleva a París,
donde se llena de libros, toma lecciones de canto y asiste a
conferencias de arte militar en Saint-Cyr. La muerte de Crespo y el
ascenso de Ignacio Andrade a la Presidencia de la República lo animan a
regresar. Había sido compañero del nuevo mandatario en las aulas
juveniles y pensaba volver a su trabajo de hombre de armas. Debe
participar en la guerra contra el alzamiento del Mocho Hérnández, sin
ocupar posiciones de jefatura, pero se estrena como polemista en
artículos de prosa vigorosa contra los partidarios del mochismo
insurgente. Sus letras encuentran mucha lectoría. Cuando Cipriano Castro
dirige desde la frontera tachirense una invasión contra los escombros
del crespismo, se convierte en oponente tenaz.
No se conforma con despreciar una invitación del caudillo andino
para que se incorpore a sus huestes. Llama la atención sobre su
mediocridad, pronostica el declive que caracterizará su acceso al poder y
lo reta públicamente en célebre documento: Venga usted por mí, para que
nos juguemos la vida como hombres valientes, escribe al mandón que se
está estrenando. Pasa tres años enjaulado y con grillos, experiencia de
la cual deja un escrito memorable, Diario de mi prisión en San Carlos,
el primero de su género en la historia de Venezuela. Luego marcha a
Trinidad, para volver en 1907 a su última aventura. Los pocos viandantes
de las selvas se sorprenden ante la vista de la facción de desarrapados
que vienen por el gallo montañés. Es capturado en Barrancas, con los
pocos seguidores que le acompañan. La fortaleza de las fuerzas del
gobierno facilita la operación. El coronel baja las armas, después de
reclamar garantías para la dignidad y la vida de los rendidos.
Mediante telegrama cifrado, Castro ordena el fusilamiento de
Antonio Paredes sin fórmula de juicio. Así sucede inmediatamente. Pese a
que la crueldad y la injusticia son moneda corriente en la época, la
noticia causa consternación y multiplica los reproches contra una
tiranía despiadada. En 1908 se inicia un proceso contra el mandatario ya
derrocado, para condenarlo por la artera inmolación de su adversario.
El juicio se anuncia con bombos y platillos, pero sus promotores lo
dejan a medias. Nadie paga la horrorosa fechoría. Si revisan las páginas
de Ramón J. Velásquez, conocerán más de estas vicisitudes de principios
del siglo pasado que tal vez no estén enterradas del todo.
epinoiturrieta@el-nacional.com
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