Las venas abiertas de... Venezuela
Antonio Lopez Ortega
En términos de devotos marianos, las concentraciones de
feligreses rompen todos los pronósticos en América Latina. Por delante
de todas, por supuesto, la muy mexicana virgen de Guadalupe, pero muy de
cerca, consolidada en segundo lugar desde hace varios años, la muy
venezolana virgen de la Divina Pastora, cuya celebración se conmemora
todos los 13 de enero, con un flujo de fieles que crece con los años. La
ciudad centro-occidental de Barquisimeto, tercera del país, recibe cada
comienzo de año el doble de su población en un interminable recorrido
que atraviesa la ciudad de cabo a rabo. Y como la ruta de esa caminata
interminable se ha tallado con los años, los visitantes y curiosos se
apostan en los costados de esa lenta marea humana para ver, aunque sea
por segundos, un destello de la muñeca viviente.
En
este último 13 de enero, esta parecía la intención del palco levantado
por la Guardia Nacional. Reservado para la oficialidad con sillas
cómodas, condimentos y bebidas, los generales se disponían a presenciar
el espectáculo de todos los años. Pero con una variante, quizás fatal
para los organizadores o más bien de crudo realismo, y es que nadie
imaginaba que desde el torrente humano que siempre deriva en forma
pacífica y respetuosa, se comenzaran a tirar piedras u objetos
contundentes contra el palco de los militares. La escena que reproducen
las redes sociales, porque en Venezuela los medios informativos han
perdido todo sentido, muestran a un grupo de soldados que, como escudo
humano, se interponen entre la masa y los generales, y tratan de atajar,
como jugadores de béisbol, las piedras voladoras. Los cronistas
anónimos que han querido narrar el desenlace aseguran que los generales
huyeron con sus protectores y al final permitieron que los peregrinos se
saciaran con los despojos alimenticios restantes.
Ferdinand de Saussure, fundador de la lingüística moderna, determinó que toda palabra contenía un significado y un significante. Esto es, cuando pronunciamos la palabra árbol,
por un lado nos estamos refiriendo a esa instancia prodigiosa que tiene
raíces, ramas y copa, pero por el otro, a ese artefacto sonoro, lleno
de vocales y consonantes, que pronunciamos desde nuestra boca. Viene al
caso la distinción porque, en Venezuela, han muerto los significados, y
las palabras solo valen como sonidos que fallecen.
El voto, por ejemplo, ya no es voto, sino una abstracción de
máquinas y ejercicios fantasmales. El dinero ya no es dinero, porque no
compra nada ni representa ningún valor. El petróleo ya no es petróleo,
porque ni siquiera el transporte público lo puede llevar a los tanques
de sus vehículos. La salud ya no es salud, porque ni existe ni cura, y
solo produce muertes. Las fuerzas armadas ya no son fuerzas armadas sino
cónclaves de negociados, distribuidores de alimentos o protectores de
narcotraficantes. El hambre ya no es hambre sino “guerra económica” o
“fuerzas de intervención”.
Se multiplican las escenas semejantes a la de la celebración
de la Divina Pastora, pero con un índice trágico creciente. Una poblada
entra en una finca y sacrifica a dos terneros, un grupo de campesinos
recoge con cucharetas harina de maíz precocido proveniente de un camión
siniestrado, dos individuos violentan las puertas de un almacén y luego
los pobladores entran para llevarse toda la mercancía, unos comerciantes
se enfrentan con piedras y disparos a unos espontáneos que quieren
llevarse lo que encuentran.
Se entiende que el cúmulo de imágenes pueda cansar, que el
caso venezolano agote, que los medios terminen siendo indiferentes ante
la desgracia que no cesa, que los observadores internacionales se
frustren ante negociaciones que no avanzan, pero es importante advertir
que, al menos desde septiembre pasado, con la llegada de la
hiperinflación, el país ha pasado de la tragedia a la infamia, y en gran
medida porque permitir los niveles de sufrimiento de la población, las
escenas de mengua e impotencia, los críos que mueren a diario y los
mayores que no encuentran cura, debe tener responsables. No hay razón,
no hay derecho, no hay justificación alguna, para que en Venezuela esté
ocurriendo lo que ocurre: una población postrada, humillada, condenada a
la hambruna, por una camarilla ciega, absorta, insensible, que se ha
colocado en el extremo opuesto de lo que alguna vez prodigaba con sus
credos de compromiso social.
Entre ocurrencias y gestos de payaso, aprovechando una de
esas cumbres iberoamericanas que tanto detestaba, el “comandante
eterno”, sabiendo que coincidiría con el presidente Obama, tuvo a bien
regalarle un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina,
como dándole a entender que algo debía retener de esa lectura. El
clásico que quiso enumerar los episodios del pillaje poscolonial, bien
vendría de modelo para el caso del ultraje venezolano. A ver si algún
pensador de izquierda, o del “socialismo del siglo XXI”, se anima con la
idea.
Antonio López Ortega es escritor y editor. Ha publicado recientemente La sombra inmóvil (PreTextos).
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