sábado, 27 de enero de 2018

Las venas abiertas de... Venezuela

Antonio Lopez Ortega

En términos de devotos marianos, las concentraciones de feligreses rompen todos los pronósticos en América Latina. Por delante de todas, por supuesto, la muy mexicana virgen de Guadalupe, pero muy de cerca, consolidada en segundo lugar desde hace varios años, la muy venezolana virgen de la Divina Pastora, cuya celebración se conmemora todos los 13 de enero, con un flujo de fieles que crece con los años. La ciudad centro-occidental de Barquisimeto, tercera del país, recibe cada comienzo de año el doble de su población en un interminable recorrido que atraviesa la ciudad de cabo a rabo. Y como la ruta de esa caminata interminable se ha tallado con los años, los visitantes y curiosos se apostan en los costados de esa lenta marea humana para ver, aunque sea por segundos, un destello de la muñeca viviente.
En este último 13 de enero, esta parecía la intención del palco levantado por la Guardia Nacional. Reservado para la oficialidad con sillas cómodas, condimentos y bebidas, los generales se disponían a presenciar el espectáculo de todos los años. Pero con una variante, quizás fatal para los organizadores o más bien de crudo realismo, y es que nadie imaginaba que desde el torrente humano que siempre deriva en forma pacífica y respetuosa, se comenzaran a tirar piedras u objetos contundentes contra el palco de los militares. La escena que reproducen las redes sociales, porque en Venezuela los medios informativos han perdido todo sentido, muestran a un grupo de soldados que, como escudo humano, se interponen entre la masa y los generales, y tratan de atajar, como jugadores de béisbol, las piedras voladoras. Los cronistas anónimos que han querido narrar el desenlace aseguran que los generales huyeron con sus protectores y al final permitieron que los peregrinos se saciaran con los despojos alimenticios restantes.
Ferdinand de Saussure, fundador de la lingüística moderna, determinó que toda palabra contenía un significado y un significante. Esto es, cuando pronunciamos la palabra árbol, por un lado nos estamos refiriendo a esa instancia prodigiosa que tiene raíces, ramas y copa, pero por el otro, a ese artefacto sonoro, lleno de vocales y consonantes, que pronunciamos desde nuestra boca. Viene al caso la distinción porque, en Venezuela, han muerto los significados, y las palabras solo valen como sonidos que fallecen.
El voto, por ejemplo, ya no es voto, sino una abstracción de máquinas y ejercicios fantasmales. El dinero ya no es dinero, porque no compra nada ni representa ningún valor. El petróleo ya no es petróleo, porque ni siquiera el transporte público lo puede llevar a los tanques de sus vehículos. La salud ya no es salud, porque ni existe ni cura, y solo produce muertes. Las fuerzas armadas ya no son fuerzas armadas sino cónclaves de negociados, distribuidores de alimentos o protectores de narcotraficantes. El hambre ya no es hambre sino “guerra económica” o “fuerzas de intervención”.
Se multiplican las escenas semejantes a la de la celebración de la Divina Pastora, pero con un índice trágico creciente. Una poblada entra en una finca y sacrifica a dos terneros, un grupo de campesinos recoge con cucharetas harina de maíz precocido proveniente de un camión siniestrado, dos individuos violentan las puertas de un almacén y luego los pobladores entran para llevarse toda la mercancía, unos comerciantes se enfrentan con piedras y disparos a unos espontáneos que quieren llevarse lo que encuentran.
Se entiende que el cúmulo de imágenes pueda cansar, que el caso venezolano agote, que los medios terminen siendo indiferentes ante la desgracia que no cesa, que los observadores internacionales se frustren ante negociaciones que no avanzan, pero es importante advertir que, al menos desde septiembre pasado, con la llegada de la hiperinflación, el país ha pasado de la tragedia a la infamia, y en gran medida porque permitir los niveles de sufrimiento de la población, las escenas de mengua e impotencia, los críos que mueren a diario y los mayores que no encuentran cura, debe tener responsables. No hay razón, no hay derecho, no hay justificación alguna, para que en Venezuela esté ocurriendo lo que ocurre: una población postrada, humillada, condenada a la hambruna, por una camarilla ciega, absorta, insensible, que se ha colocado en el extremo opuesto de lo que alguna vez prodigaba con sus credos de compromiso social.
Entre ocurrencias y gestos de payaso, aprovechando una de esas cumbres iberoamericanas que tanto detestaba, el “comandante eterno”, sabiendo que coincidiría con el presidente Obama, tuvo a bien regalarle un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, como dándole a entender que algo debía retener de esa lectura. El clásico que quiso enumerar los episodios del pillaje poscolonial, bien vendría de modelo para el caso del ultraje venezolano. A ver si algún pensador de izquierda, o del “socialismo del siglo XXI”, se anima con la idea.

Antonio López Ortega es escritor y editor. Ha publicado recientemente La sombra inmóvil (PreTextos).


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