AMÉRICO MARTIN
Acometer la infinita tarea de sobrevivir al descomunal fracaso del Socialismo siglo XXI ha resultado, como era de esperarse, muy superior a las fuerzas de la ávida cúpula del poder. La marca del desastre se aprecia en las cicatrices dejadas por el conjunto de su gestión. Si pudiera resumirse en una palabra la poli-tragedia causada por la pomposa revolución, ninguna más expresiva que “Diáspora”. ¿Cómo será el infierno que calcina a Venezuela para que 5 millones de sus habitantes –muy pronto 8- hayan huido desesperadamente al extranjero?
Las medidas que de tanto en tanto anuncia Maduro han profundizado la crisis en opinión de la clara mayoría de expertos e instituciones financieras del mundo. Son insalvables las contradicciones entre el signo y el sentido, dicho sea con frase del poeta senegalés Leopold Sedar Sengor. “El signo” es lo que promete. “El sentido”, la negación de lo que promete.
La índole del desafortunado proceso revolucionario ha sido desentrañada con argumentos implacables que el régimen ya ni se atreve a rebatir. Escasamente habrá beneficiado a la élite de la Nomenklatura, pero tanto ha costado mantener unido el universo chavista, que remover un solo hilo de la tela revolucionaria amenaza con desmadejar toda la urdimbre.
Por eso ponen buena cara, exhiben sonrisas optimistas, defienden sin convicción lo indefendible y dejan el sueño de la perpetuación a la suerte de los dados.
Sin embargo, mantienen por inercia otro juego: el de envenenar la relación interna de la plural y variada oposición a fin de impedir que reconstituya una muy amplia unidad hacia la que sin duda fluirá la creciente disidencia del chavismo, nacida de la comprensible descomposición cívico-militar-ideológico-moral que aleja a quienes de buena fe creyeron en semejante proyecto.
Pero abordemos el tema de los temas: ¿Cuál es la vía para establecer la democracia venezolana? Lo mejor es dotarse de mucha flexibilidad política. No olvidemos que esa cualidad resulta esencial a la hora de las decisiones. Por ejemplo, en 1952 AD llamó desde la clandestinidad a la abstención. Poco después, asumiendo con inteligencia la iniciativa de Jóvito Villalba, ordenó votar amarillo. Cierto, sobrevino el pronosticado fraude, pero, como también se esperaba, la gran movilización unitaria pavimentó la victoria democrática del 23 de enero 58.
Permítanme ahora comentar el caso del dictador paraguayo Alfredo Stroessner, quien gobernó ininterrumpidamente durante 35 años. En 1954 había expulsado por la fuerza al presidente Federico Chaves Careaga. Mediante sucesivas elecciones mandó sin pausa por más de tres décadas. Su dictadura alcanzó la cima del salvajismo hasta ser echado por otro golpe, esta vez propinado por el general Andrés Rodríguez, quien convocó a elecciones el 1 de mayo de 1989. La democracia paraguaya recomenzó.
Conclusión: en el reino de la inestabilidad paraguaya ocurrió de todo. Un dictador militar se apodera del mando mediante acto de fuerza, pero se perpetúa ¡por vía electoral! hasta ser derrocado mediante otro acto de fuerza por el general Andrés Rodríguez quien paradójicamente restableció el sufragio libre ¡transitando sobre el seguro cauce constitucional!
La lección para Venezuela es sencilla como el pan: un país, como el nuestro, dotado de sólidas instituciones que perdió; y se enorgullecía de su alternabilidad electoral, también perdida, no debe tomar sus retos a la ligera. Mientras no rescate su extraviada estabilidad debe proceder ante cada uno de ellos conforme a su singularidad. Con flexibilidad y sin dogmas.
En cambio, cada vez que la oposición unió sus banderas con espíritu de fraternidad y colaboración fue muy pero muy difícil que no alcanzara victorias verdaderamente históricas.
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