Lo que está en juego en las próximas elecciones presidenciales
En la ciencia política comparada ha existido un debate entre los estudiosos de los procesos de transición sobre la utilidad real de las elecciones para lograr la democratización de regímenes autoritarios. En este debate se enfrentan dos posturas aparentemente opuestas y excluyentes: la de quienes afirman que la democratización puede lograrse por la vía electoral y la de quienes han sostenido que las elecciones celebradas bajo regímenes autoritarios sólo sirven a los fines de su legitimación y estabilización en el poder.
Estas dos posturas encuentran asideros para su defensa en muchos casos de la vida real. En buena parte del continente africano –al igual que sucede en Venezuela– se celebran elecciones con mayor frecuencia que en América o Europa, sin que buena parte de esos países puedan considerarse democráticos. Asimismo, en lugares tan lejanos como Rusia o tan cercanos como Nicaragua, las elecciones no parecieran guardar relación alguna con lo que entendemos por democracia, ni su celebración ha implicado avance alguno hacia su democratización.
Para quienes sostienen el argumento de la capacidad democratizadora de los procesos electorales, lo ocurrido en transiciones como las de Chile, Serbia, Ucrania, Polonia, Checoslovaquia, Sudáfrica o Filipinas, prueban que una transición democrática es posible por la vía electoral.
La realidad es que estas dos tesis, en realidad, no son excluyentes. Los procesos electorales sirven tanto para democratizar como para autocratizar mediante la legitimación de regímenes autoritarios. El resultado depende de tres factores que hemos explicado en entregas previas: el balance de poder entre el régimen gobernante y la oposición democrática, el balance entre costos de represión y de tolerancia al cambio político y las condiciones de competitividad electoral. En aquellos casos en los que un régimen autoritario controla a su capricho las condiciones y el sistema electoral –donde no existe certidumbre sobre las reglas de juego–, para reducir la incertidumbre sobre los resultados la gente termina votando, más no eligiendo. Así, legitiman al régimen de manera proporcional a su participación, tal como ha ocurrido y sigue ocurriendo en Rusia, Bielorrusia, Guinea Ecuatorial, Zimbabue o Nicaragua, elección tras elección.
Las transiciones democráticas por la vía electoral sí existen –por lo tanto el eslogan de “dictadura no sale con votos” no es cierto–, pero lo electoral no es la variable causal ni está siempre presente en un proceso de transición. Las transiciones electorales se producen cuando las tres condiciones mencionadas están presentes, lo que implica una oposición con más apoyo y poder que un régimen que se encuentra en condiciones muy precarias, atravesando por una fase terminal. Implica, además, acuerdos y garantías que reducen los costos de salida a actores clave del régimen o a quienes tienen el poder para sostenerlo; condiciones que permiten un mínimo de competitividad y transparencia sobre el proceso y sus resultados –que se otorgan porque ya existen condiciones y garantías negociadas de salida o porque el régimen está totalmente confiado en su triunfo– y costos muy elevados de represión, lo que ha implicado, en muchos casos, la celebración de estas elecciones en medio de grandes movilizaciones y protestas que han hecho imposible, o muy costoso, desconocer sus resultados.
Otro aspecto que es necesario tomar en consideración para comprender estos procesos es el rol que las elecciones tienen –y no tienen– en las transiciones democráticas. Los gobiernos, incluso los autoritarios, necesitan de cierta base de legitimidad para poder ejercer y estabilizarse en el poder. Para un régimen autoritario la legitimación electoral cumple, además, con un rol adicional que es el de neutralizar las amenazas y presiones que puedan originarse desde la comunidad internacional o desde el mismo país. Es mucho más difícil desconocer o imponer medidas desde el exterior contra un gobierno recientemente electo. También, la legitimidad electoral se convierte en un serio obstáculo para la actuación de factores internos que pretendan desconocer, revocar o desafiar, a sus gobernantes. Esta necesidad explica la proliferación, exagerada en ocasiones, de ejercicios electorales de diversa naturaleza (referéndums, consultas, elecciones subnacionales, etc.) bajo regímenes no democráticos.
Cuando lo electoral ha tenido un rol en las transiciones democráticas su función no ha sido siempre la misma. En algunos casos, lo electoral ha sido causa y en otros consecuencia de un proceso de transición. Es así como en el caso de Chile, donde el gobierno apostaba a su triunfo en el referéndum convocado por Pinochet en 1988, la derrota sorpresiva para el gobierno fue lo que generó el inicio de las negociaciones que abrieron progresivamente el sistema político chileno. Por el contrario, en casos como el de la elección de Nelson Mandela en Sudáfrica en 1994, lo electoral fue la consecuencia y el corolario de un largo proceso de negociaciones secretas con el gobierno del presidente Frederik De Klerk para lograr una transición pacífica hacia una democracia.
La elección presidencial convocada en Venezuela para el 20 de mayo de este año no pareciera reunir de manera alguna las condiciones para convertirse en una elección transicional o fundacional, que es como se denomina a los procesos que inician un cambio de régimen. Esta elección no es el resultado de un acuerdo entre Gobierno y oposición para hacer tolerable un cambio de régimen tras haber negociado las consecuencias de una transición para quienes salen del Gobierno. Al no ser esta elección la consecuencia de una transición negociada la única posibilidad bajo la cual podría tener algún potencial democratizador sería si el candidato opositor estuviese en condiciones de lograr un triunfo indiscutible en una elección convocada antes de tiempo, sin garantías mínimas, pero con la organización, los recursos y la estrategia necesarias para generar altos costos de represión, capaces de obligar al régimen a reconocer su potencial derrota. Por el contrario, en el caso de que el candidato opositor no tenga la organización, la estrategia y los recursos para asegurar las condiciones mínimas para producir una transición democrática por la vía electoral, la elección tendría el efecto contrario: funcionaría como un mecanismo legitimador que facilitaría y aceleraría la autocratización. Eso colocaría al candidato opositor y a los actores democráticos, internos e internacionales, ante un escenario político similar al que se generó tras la derrota en el referéndum presidencial del año 2004.
Hoy en día, a menos que exista información relevante que no conozcamos (caso en el cual deberían ignorarse los argumentos de este artículo), todo apunta hacia un escenario de autocratización electoral. Ante tal escenario la jugada racional y responsable de los actores democráticos nacionales e internacionales es no cooperar con la autocratización del régimen contrarrestando el potencial efecto legitimador que tendría la participación electoral. En este sentido, la respuesta dada por Alejandro Toledo durante el proceso electoral de Perú del año 2000 pareciera dejar una interesante lección que vale la pena considerar.
Entonces, el conflicto se inició con una campaña caracterizada por el ventajismo a favor de la campaña del presidente Alberto Fujimori, la intimidación a los votantes, los sobornos, la parcialización del organismo y, finalmente, un fraude electoral masivo. En la primera vuelta presidencial, Fujimori obtuvo la primera minoría, pero no fue capaz de demostrar que había sacado más del 50% de los votos válidos para evitar una segunda vuelta. Toledo quedó en segundo lugar con el 40.24%. Al mismo tiempo, el Fujimorismo perdió la mayoría del Congreso de la República. Dadas las condiciones electorales impuestas por el Fujimorismo, Toledo denunció que las elecciones no habían sido, ni serían, libres y justas y llamó a boicotear la segunda vuelta. Debido a que en el Perú el voto era obligatorio y quienes no se presentaran a votar podían ser multados, Toledo pidió a sus partidarios que impugnaran la elección, lo que llevó a que cerca de un tercio de los votos en la segunda vuelta fueran nulos. Pese a que Fujimori obtuvo, supuestamente, el 74% de los votos y fue juramentado para su tercer mandato, pocos meses después la inestabilidad política producto de esta elección le llevó a anunciar nuevas elecciones, para finalmente renunciar vía fax desde un hotel en Japón.
La oposición no tiene hoy, lamentablemente, los niveles de organización ni el poder para detener la elección del 20 de mayo, mucho menos para confrontar una elección potencialmente fraudulenta. Lo único que restaría legitimidad a esta elección –que según la información que manejamos sólo contribuiría a profundizar el avance de la autocratización– sería el desconocimiento orquestado interna y externamente de la validez de esta elección y el retiro de toda candidatura representativa del sector democrático, en especial la de Henri Falcón. Eso tendría consecuencias evidentes sobre los niveles de participación e impactaría sobre la legitimidad misma del proceso electoral y la del Gobierno, lo que permitiría enfocar las demandas de todo el sector democrático en la celebración de un nuevo proceso bajo estándares universales de integridad electoral, como condición sine qua non para el reconocimiento nacional e internacional del gobierno que resultase electo bajo condiciones democráticamente aceptables.
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