Lula entre rejas
Mario Vargas Llosa
Que Lula, el expresidente del Brasil, haya entrado a una prisión de Curitiba a cumplir una pena de 12 años de cárcel por corrupción ha dado origen a protestas masivas organizadas por el Partido de los Trabajadores y homenajes de gobiernos latinoamericanos tan poco democráticos como los de Venezuela o Nicaragua, algo que era previsible. Pero lo es menos que mucha gente honesta, socialistas, socialdemócratas y hasta liberales consideren que se ha cometido una injusticia contra un exmandatario que se preocupó mucho por combatir la pobreza y realizó la proeza de sacar, al parecer, a cerca de 30 millones de brasileños de la extrema pobreza cuando estuvo en el poder.
Quienes
piensan así están convencidos, por lo visto, de que ser un buen
gobernante tiene que ver sólo con llevar a cabo políticas sociales de
avanzada, y que esto lo exonera de cumplir las leyes y de actuar con
probidad. Porque Lula no ha entrado a la cárcel por las buenas cosas que
hizo durante su gobierno, sino por las malas, y entre éstas figura, por
ejemplo, la espantosa corrupción de la compañía estatal de Petrobras y
sus contratistas que costó al diezmado pueblo brasileño nada menos que
tres mil millones de dólares (dos mil millones de ellos en sobornos).
De otro, quienes piensan tan bien de Lula olvidan el feo
papel de corre-ve-y-dile que jugó como emisario y cómplice en varias
operaciones de Odebrecht —en el Perú, entre otros países— corrompiendo
con millones de dólares a presidentes y ministros para que favorecieran a
aquella transnacional con multimillonarios contratos de obras públicas.
Es por esta razón y otros casos que Lula tiene no uno, sino
siete procesos por corrupción en marcha y que decenas de sus
colaboradores más próximos durante su gobierno, como João Vaccari o José
Dirceu, su jefe de gabinete, hayan sido condenados a largas penas de
cárcel por robos, estafas y otras operaciones delictuosas. Entre las
últimas acusaciones que se ciernen sobre su cabeza está la de haber
recibido de la constructora OAS, a cambio de contratos públicos, un
departamento de tres pisos en la playa de Guarujá (São Paulo).
Las protestas por la prisión de Lula no tienen en cuenta
que, desde que se produjo la gran movilización popular contra la
corrupción que amenazaba con asfixiar a todo el Brasil, y en gran parte
gracias a la valentía de los jueces y fiscales encabezados por Sérgio
Moro, juez federal de Curitiba, centenares de políticos, empresarios,
funcionarios y banqueros han ido a la cárcel, o están siendo
investigados y tienen procesos abiertos. Más de ciento ochenta han sido
ya sentenciados y hay varias decenas de ellos que lo serán en un futuro
próximo.
Jamás en la historia de América Latina había ocurrido nada
parecido: un levantamiento popular, apoyado por todos los sectores
sociales, que, partiendo de São Paulo se extendió luego por todo el
país, no contra una empresa, un caudillo, sino contra la deshonestidad,
las malas artes, los robos, los sobornos, toda la gigantesca corruptela
que gangrenaba las instituciones, el comercio, la industria, el quehacer
político, en todo el país. Un movimiento popular cuya meta no era ni la
revolución socialista ni derribar a un gobierno, sino la regeneración
de la democracia, que las leyes dejaran de ser letra muerta y se
aplicaran de verdad, a todos por igual, ricos y pobres, poderosos y
gentes del común.
Lo extraordinario es que este movimiento plural encontró
jueces y fiscales como Sérgio Moro, que, envalentonados con aquella
movilización, le dieron un cauce judicial, investigando, denunciando,
enviando a la cárcel a un abanico de ejecutivos, comerciantes,
industriales, parlamentarios, autoridades, hombres y mujeres de toda
condición, mostrando que es realizable, que cualquier país puede
hacerlo, que la decencia y la honestidad son posibles también en el
tercer mundo si hay la voluntad y el apoyo popular para hacerlo. Cito
siempre a Sérgio Moro, pero su caso no es único, en estos últimos años
hemos visto en Brasil cómo su ejemplo era seguido por incontables jueces
y fiscales que se atrevían a enfrentar a los supuestos intocables,
aplicando la ley y devolviendo poco a poco al pueblo brasileño una
confianza en la legalidad y en la libertad que casi había perdido.
Hay muchas gentes admirables en Brasil; grandes escritores
como Machado de Assis, Guimarães Rosa o mi muy querida amiga Nélida
Piñon; políticos como Fernando Henrique Cardoso, que, durante su
presidencia, salvó de la hecatombe a la economía brasileña e hizo un
modelo de gobierno democrático, sin ser acusado jamás de una acción
punible; y atletas y deportistas cuyos nombres han dado la vuelta al
mundo. Pero, si tuviera que escoger uno de ellos como modelo ejemplar
para el resto del planeta, no vacilaría un segundo en elegir a Sérgio
Moro, ese modesto abogado natural de Paraná, que, luego de recibirse de
abogado, entró a la magistratura haciendo oposiciones en 1996. Según ha
confesado, lo ocurrido en Italia en los años noventa, el famoso proceso
de Mani Pulite, le dio ideas y el entusiasmo necesario para combatir la
corrupción en su país, utilizando instrumentos parecidos a los de los
jueces italianos de entonces, es decir, la prisión preventiva, la
delación premiada y la colaboración de la prensa. Han tratado de
corromperlo, por supuesto, y sin duda es un milagro que esté todavía
vivo, en un país donde los asesinatos políticos no son por desgracia
excepcionales. Pero allí está, formando parte de lo que viene siendo una
verdadera, aunque nadie la haya denominado todavía así, revolución
silenciosa: el retorno de la legalidad, el imperio de la ley, en una
sociedad a la que la corrupción generalizada estaba desintegrando e
impidiéndole pasar de ser el “gran país del futuro” que ha sido siempre a
ser el gran país del presente.
El gran enemigo del progreso latinoamericano es la
corrupción. Ella hace estragos en los gobiernos de derecha o de
izquierda y un enorme número de latinoamericanos ha llegado a
convencerse de que aquella es inevitable, algo así como los fenómenos
naturales contra los que no hay defensa: los terremotos, las tormentas,
los rayos. Pero la verdad es que sí la hay, y precisamente Brasil está
demostrando que es posible combatirla, si se tienen jueces y fiscales
gallardos y responsables, y, por supuesto, una opinión pública y unos
medios de información que los apoyen.
Por eso es bueno, para la América Latina, que gentes como
Marcelo Odebrecht o Lula da Silva hayan ido a la cárcel luego de ser
procesados, concediéndoles todos los derechos de defensa que existen en
un país democrático. Es muy importante mostrar en términos prácticos que
la justicia es igual para todos, los pobres diablos del montón que son
la inmensa mayoría, y aquellos poderosos que están en la cúspide gracias
a su dinero o a sus cargos. Y son precisamente estos últimos los que
tienen mayor obligación moral de acatar las leyes y mostrar, en su vida
diaria, que no hace falta transgredirlas para ocupar esas posiciones de
prestigio y poder que han alcanzado, que ellas son posibles dentro de la
legalidad. Es la única manera en que una sociedad crea en las
instituciones, rechace el apocalipsis y las fantasías utópicas, sostenga
la democracia y viva con la sensación de que las leyes existen para
protegerla y humanizarla cada día más.
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