Ramón Peña
Millones de venezolanos viven aturdidos por el infortunio que los habita. Con poco espacio mental para discernir la causalidad de su drama ni el cómo superarlo. Su raciocinio se agota en el esfuerzo intenso y diario por preservar alguna dignidad en su existencia. O, en el caso de muchos, por sobrevivir apenas. Un colectivo que despierta todas las mañanas para idear cómo enfrentar las penurias del día, personales y familiares. El aquí y el ahora de la alimentación, del transporte, del efímero dinero efectivo. La ansiedad de que las colas no sean tan penosas. La prisa porque los precios, la escasez y la incertidumbre les pisan los talones. No hay margen para pensar en un futuro más lejano. Tampoco para explicarse cómo se llegó a esto. Solo tienen que resolver, empujados por un vis a tergo que reproduce cada día su magra existencia y los empuja hacia ninguna parte. Son ese pueblo que creyó en la tierra prometida del profeta impostor. En su farsa redentora. Que no entendió que aquella estentórea exclamación de “¡Ser rico es malo”! prefiguraba la pobreza estructural de hoy. La vida diaria sometida a las reglas del mercado negro, la picaresca y el crimen, un clima social que evoca aquella patética película mexicana de Luis Buñuel, titulada Los Olvidados. No obstante, son un capital electoral en subasta. Pretendido por el Golem gobernante a cambio de bolsas indignas de comida y de ocasionales bonos de bolívares indeseables; por el candidato emergente que promete remediar la tragedia, pero despierta más dudas que esperanzas; por el frente amplio que discurre
bien en cuanto al futuro y confía en la masiva abstención, pero que sin unidad ni liderazgo, no tiene más vuelo que el de un ave de corral. Hasta el día de hoy, el destino de ese pueblo sigue siendo el olvido.
bien en cuanto al futuro y confía en la masiva abstención, pero que sin unidad ni liderazgo, no tiene más vuelo que el de un ave de corral. Hasta el día de hoy, el destino de ese pueblo sigue siendo el olvido.
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