jueves, 14 de octubre de 2010

Ah! mi topatumba, decía Oliverio Girondo

Abel Ibarra

El mar de tinta, ondas hertzianas y fotones utilizados por los medios de comunicación mundial para narrar el rescate de los treinta y tres mineros atascados a setecientos metros bajo la tierra del Chile austral, no podrán describir enteramente el acto titánico que significó poner a salvo la vida de esos topos sentimentales que hurgan en las entrañas de la tierra extrayendo minerales que a veces sirven para fabricar estatuas.

La exactitud milimétrica de los ingenieros que planificaron la hazaña, el celo de los técnicos que diseñaron y fabricaron los instrumentos salvadores, la pericia de un maquinista americano llegado desde Afganistán para horadar el pozo por donde deberían ascender los mineros, el aserrín en el estómago de unos rescatistas que hicieron su descenso al inframundo para devolver a sus compatriotas a la vida, el denuedo de un equipo de trabajo que aceitó el engranaje de perfección, el sentido de liderazgo de un Ministro de Minas encargado de coordinar el abisal proceso, la presencia enaltecedora del presidente de la república (que aceptó humildemente la asesoría de la NASA y de los técnicos japoneses), la fe de los familiares que rezaron todos a una para ver a los suyos nuevamente, más el celo amoroso de todo el que puso su pedazo de corazón para pujar por la vida de estos renacidos, se volvieron un solo hombre que llaman humanidad, con su ojo omnímodo puesto sobre el campamento “Esperanza” que, según dicen, es verde como el cobre cuando se oxida.

Y, si de humanidad se trata, sólo habría que pensar en los testimonios de cada uno de los mineros que surgía a la superficie con sus trajes de marcianos terrestres, por ese artefacto que parecía un cohete tozudo para dejar constancia de un acto de amor que suspendió los conflictos del mundo, aunque fuera por 24 horas, pero no importa, “la vida es eterna en cinco minutos”, decía Víctor Jara, un cantante al que se la suspendieron para siempre en menos de lo que canta un gallo.

Uno de esos testimonios es el de un muchacho de diecinueve años que dijo que en ese hueco infernal estaban peleando por él Dios y el diablo pero que, al final, se agarró de la mano de Dios que lo tajo definitivamente hacia la superficie, lo cual obligó al diagnóstico políticamente correcto de un “especialista” mediático, quien explicó, poniendo cara de circunstancia frente a la cámara de televisión que, “dada la juventud del rescatado, ya se le veían los síntomas de una afección psicológica”. ¡Ah mundo!

Otro diagnóstico, más sosegado, enjundioso, andado por los vericuetos de la sabiduría que tiene alguna gente que de tanto común se vuelven únicas, fue el de un rescatista mexicano, casualmente apodado el topo, cuyo rostro parecía el de un indio Yaqui salido de “Las enseñanzas de Don Juan”, de Carlos Castañeda, quien dijo que esta experiencia significaba un renacer y que en el hecho de estar sepultado en las entrañas de la tierra y salir indemne a la superficie, se encerraba un acto simbólico de regeneración de la condición humana (el filósofo Mircea Eliade habría estado de acuerdo, según similar expresión dicha en su “Tratado de historia de las religiones”).

Pero, el más cercano a lo humano de lo humano, de todo el que tenga sus dos ventrículos y aurículas completos, fue el de la esposa de Juan Bustos, cuando lo vio salir del vientre del mundo en el ave “Fénix” de hierro fundido: “¿Qué va a hacer usted ahora que Juan es otro?”, y la señora le respondió con Neruda en la cabeza y el corazón: “Será volverme a enamorar porque yo también soy otra”.

Don Ricardo Elecier Neptalí Reyes Basoalto se las puso a pedir de boca:

Como todas las cosas están llenas de mi alma

Emerges de las cosas llena del alma mía

Mariposa de sueño, te pareces a mi alma

Y te pareces a la palabra melancolía

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