martes, 26 de octubre de 2010

Las caras del Tea Party

Mario Vargas Llosa/ El País

Martes, 26 de octubre de 2010

Debajo de su semblante ultraconservador, reaccionario, populista y demagógico, este conglomerado es una manifestación del temor al crecimiento desenfrenado del Estado y de la burocracia



Como al Tea Party se le han encimado toda clase de grupos y organizaciones extremistas, desde fanáticos antiabortistas y antigays hasta integristas religiosos que quieren desterrar a Darwin y a la teoría de la evolución de los planes de estudio en las escuelas y reemplazarlos por el creacionismo bíblico, pasando por sectas pintorescas como los enemigos de la masturbación y de las mezclas raciales, y patrioteros de tricornio, bombachas y tambor, se ha difundido la idea, sobre todo fuera de Estados Unidos, de que la democracia norteamericana podría venirse abajo en las elecciones de parlamentarios y gobernadores de noviembre y caer en manos de ultraderechistas y locos furiosos.

Pura paranoia o afloración de deseos reprimidos de los enemigos de Estados Unidos. La aparición del Tea Party, por lo pronto, en estas elecciones parciales le complica más la vida al Partido Republicano que al Partido Demócrata. Aquél, debido a la caída de la popularidad del Gobierno de Obama en razón de la crisis económica, que no da síntomas de amainar, y el 10% de parados de la fuerza laboral, parecía destinado a arrasar en las ánforas. Ahora, debido al trastorno que han creado en su seno el activismo y los éxitos locales del Tea Party en imponer sus candidatos, es seguro que verá reducido su triunfo, por la división del voto republicano y el abstencionismo o fuga al adversario de muchos republicanos a quienes atemoriza la idea que un movimiento tan conservador y radical -y de líderes tan poco sólidos intelectualmente como Sarah Palin o Glenn Beck, la estrella mediática de Fox- vaya a fijar la línea del partido. De modo que el Tea Party tal vez amortigüe algo, o acaso bastante, el voto de castigo al gobierno demócrata.

Por otra parte, el Tea Party no es un partido político y, aunque ha hecho mella entre los afiliados al Partido Republicano y, sobre todo, en los pueblos y provincias alejados de los grandes centros urbanos de Estados Unidos, carece de una organización nacional y del tiempo suficiente para crearla, además de que también conspiran contra ello las divisiones y rivalidades que proliferan en su seno entre, digamos, los más sensatos, los menos sensatos, los payasos y los delirantes (hay todavía subdivisiones más sutiles). Su nacimiento fue espontáneo, una proliferación de grupos que, enarbolando como símbolo el de los colonos de la Revolución independentista que arrojaron al mar los cargamentos de té en rebeldía por el monopolio comercial y los impuestos que imponía Londres, se reunían a protestar por el crecimiento desaforado del Estado que advertían en medidas como la reforma sanitaria y las descomunales ayudas fiscales a los bancos a raíz de la crisis financiera. Lo que parecía poco más que una manifestación intrascendente y pintoresca del folclor político de Estados Unidos creció como la pólvora y saltó de los márgenes a formar parte de la corriente principal del acontecer cívico del país. Mi impresión es que en estas elecciones obtendrá menos victorias de las que se teme y que, probablemente, por su falta de cohesión interna, a todas las rémoras que ha parasitado y a su enclenque espinazo y liderazgo, se irá deshilachando y acaso desaparecerá. Sin embargo, algo importante quedará de él y será absorbido por los grandes partidos y el quehacer político en esta sociedad, una de las más permeables y capaces de recrearse que conozco.

Porque, por debajo de su semblante ultraconservador, reaccionario, populista y demagógico, y de los disparates que pueden proclamar algunos de sus dirigentes, como quienes aseguran que el presidente Obama es un musulmán emboscado que quiere el socialismo para Estados Unidos o los exabruptos de la señora Christine O'Donnell, candidata por Delaware, antigua practicante de la brujería que ha acusado a los homosexuales de haber creado el sida, hay en la entraña de este movimiento algo sano, realista, democrático y profundamente libertario. El temor al crecimiento desenfrenado del Estado y de la burocracia, cuyos tentáculos se infiltran cada vez más en la vida privada de los ciudadanos, recortando y asfixiando su libertad y sus iniciativas; la apropiación por parte del sector público de funciones o servicios que la sociedad civil podría asumir con más eficacia y menos derroche de recursos; la creación de sistemas llamativos de asistencia social que sólo podrán financiarse con subidas sistemáticas de impuestos, lo que se traducirá en caídas de los niveles de vida de las clases medias y populares.

Estos temores no son gratuitos, responden a una realidad de nuestro tiempo y se originan en problemas que se viven por igual en el Primer y el Tercer Mundo. Pero en Estados Unidos tienen una resonancia particular, pues tocan un nervio siempre vivo en un país donde el individualismo no tuvo jamás la mala prensa que tiene en Europa, en la que las doctrinas colectivistas han echado hondas raíces en su historia moderna. A Estados Unidos llegaron los peregrinos europeos en busca de libertad, para practicar su religión, que no era la oficial, para defender el derecho del individuo a gozar de independencia, de elegir su vida sin otra limitación que el respeto de las formas de vida de los otros. En la tradición americana más acendrada no es el Estado sino el ciudadano el responsable primero de su fracaso o de su éxito. Aquél no debe interferir en la vida de éste sino garantizar igualdad de oportunidades, que se cumplan las leyes equitativas y justas que dan los representantes elegidos en comicios libérrimos. Durante mucho tiempo este designio ideal fue más o menos respetado y funcionó, con el extraordinario desarrollo y prosperidad del país como resultado.

En ese modelo había algo de irrealidad y muchas imperfecciones, sin duda, pero dio al grueso de la sociedad norteamericana unos niveles de vida muy por encima del resto del mundo durante mucho tiempo. Luego, en razón de las guerras, de las desigualdades económicas que multiplicó, de la acción política reformista, fue siendo enmendado, en muchas cosas para mejorarlo, pero en otras para empeorarlo. Y entre estas últimas, sin duda, figura esa elefantiásica inflación burocrática que, casi tanto como en Europa, ha ido reduciendo el espacio de libertad y de autonomía del individuo, con el consiguiente encogimiento de la sociedad civil y, por lo tanto, de la responsabilidad del ciudadano frente a sí mismo, su familia y el conjunto social. En la sociedad moderna, donde el Estado es Dios, el individuo es cada vez menos responsable, porque la realidad apenas le permite serlo, lo empuja cada días más a ser un mero dependiente del Estado. Para casi todo: estudiar, curarse, obtener un trabajo, disfrutar de un seguro, participar y disfrutar de la vida cultural, jubilarse, cuenta con el Estado. La idea de que ése es el destino final de la evolución que viene siguiendo la realidad de su país es simplemente intolerable para un sector importante de Estados Unidos, donde la idea del individuo soberano que no debe dejarse arrollar ni instrumentalizar por el Estado, siempre un peligro latente para su libertad, es ingrediente esencial de su historia.

Ese es un sentimiento justo y que merece ser incorporado a la agenda política pues apunta a problemas reales que enfrenta la cultura democrática. Si el Estado no se descentraliza y adelgaza, si no devuelve a la sociedad civil, a los particulares, las muchas iniciativas y servicios que les ha ido arrebatando, el resultado final será el envilecimiento de la democracia, su conversión en una mera apariencia en la que el individuo ha dejado de ser libre y se ha convertido en un autómata, manipulado por burócratas invisibles y todopoderosos que, desde la sombra de sus despachos, toman todas las decisiones importantes que conciernen a su destino. No es verdad que sólo el Estado puede ejercitar la solidaridad con el débil, la ayuda al que no puede valerse por sí mismo, responsabilizarse de la cultura, la salud, el trabajo de los ciudadanos. En muchísimos casos, éstos lo hacen mejor y gastando menos que los burócratas. En el de la cultura, por ejemplo, aquí, en Estados Unidos, en gran parte, los magníficos museos, las óperas y conciertos, la danza, las grandes exposiciones, las bibliotecas públicas, son financiadas principalmente por la sociedad civil. Es verdad que hay incentivos tributarios que alientan esta generosidad, pero la razón principal es una tradición cultural, no desaparecida del todo, que induce a los ciudadanos a actuar, tomar iniciativas en invertir su dinero en aquello que creen justo y necesario. A diferencia de los otros, este mensaje del Tea Party merece ser tenido en cuenta.

© Mario Vargas Llosa, 2010. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2010.

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