jueves, 5 de noviembre de 2015

LA DIFAMACIÓN DE LA POLITICA
 
 
  FERNANDO MIRES
 
Que la política suele ser sucia, sobre todo en contiendas electorales, no lo vamos a descubrir ahora. Incluso en países políticamente bien constituidos, cuando llega la hora de la máxima disputa, los contrincantes se dan con todo.
¿Cuantas cosas no le han dicho a Obama cuando ha sido candidato? Las alusiones al color de su piel han sido levedades, comparadas con las difamaciones que lo acusan de islamista y hasta de comunista.
Como en el juego del fútbol, cuando se juega una final, la política tiende a desbordarse de sus cauces hasta el punto de que en algunos momentos puede llegar a parecerse a su madre: la guerra.
Comparar a la política con un juego no es recurso metafórico. La política es un juego por la sencilla razón de que debe ser sometida a reglas y al igual que los juegos deportivos, arbitrada. Sin arbitraje no hay regla que valga. Imagine usted una final entre  Barça y Real sin un árbitro. Si alguien sobrevive será simple casualidad. Con una final electoral entre dos partes políticas podría ocurrir lo mismo. Por eso toda contienda electoral requiere de árbitros. En ese sentido al Poder Judicial y a los tribunales electorales les ha sido concedida la función de arbitrar en las elecciones.
En política, sin embargo, a diferencias del fútbol, hay otros elementos que intervienen en la regulación del juego. Ellos derivan de la propia naturaleza de la política, actividad constituida por líneas antagónicas pero también transversales. 
En la política, en efecto, no solo hay enfrentamientos sino, también, alianzas. Por lo mismo, a diferencias de la guerra, los antagonismos políticos no son siempre irreconciliables.
En la política, para que sea política, no puede haber enemigos mortales. En la política el enemigo de hoy puede ser, si no un amigo, por lo menos un aliado de mañana. Así se explica por qué en la mayoría de las campañas electorales la autocontención de las partes puede ser tan efectiva como la contención que proviene de las leyes.
Pongamos como ejemplo las elecciones que tendrán lugar en España el 20-D. Allí nos encontraremos con una contienda entre tres partidos grandes (PP, PSOE y CDs) separados por poquísimos puntos, y un partido mediano: Podemos. Ahora, cualquiera sea el vencedor, este deberá necesitar de una alianza con un segundo o con un tercero para gobernar. Esa es la razón por la cual la contienda electoral española transcurrirá en estilo moderado, sin ofensas, infundios ni amenazas.
Cualquier exceso verbal de hoy podría arruinar en España una alianza de mañana. Más todavía si se tiene en cuenta que por lo menos los tres grandes de la política deberán enfrentar a un enemigo común: el amenazante secesionismo de una fracción sediciosa de la política catalana.
Pongamos ahora un ejemplo contrario: la elección final o ballotagge que tendrá lugar en Argentina el 22-N.  En ese ballotagge, el kirchnerismo ha reconocido a su enemigo existencial. Esa es la razón que explica por qué desde el poder, Cristina y los suyos han desatado una verdadera campaña del terror en contra de Mauricio Macri.
Si bien es cierto que los argentinos no son angelicales cuando se trata de dirimir disputas, esta vez las gotas de la agresión han colmado todos los vasos. Incluso el propio  candidato de gobierno, Daniel Scioli  -cultural y políticamente más cerca de Macri que de Cristina y por supuesto de gente como Aníbal Fernández y Carlos Zannini- se ha visto sobrepasado por la agresividad proveniente del Estado. Si no fuera por las contenciones judiciales que todavía funcionan con precaria latinoamericanidad, la contienda podría ser transformada en batahola descomunal. O en una “pueblada” como amenazan los extremistas del kirchnerismo.
Durante el ballotagge el kirchnerismo está mostrando lo peor de sí mismo. Hecho que tal vez convenga a Macri pues justamente ese estilo ha sido una de las razones por las cuales no pocos votaron y votarán por él. Cristina no ha entendido al parecer que la oposición a su gobierno no ha crecido tanto por cuestiones programáticas –la verdad, los programas sociales de Scioli y Macri no se diferencian demasiado– sino por el piquitero estilo impuesto a su investidura, tan opuesto a la reconocida elegancia de su vestidura.
Si en situaciones como la argentina, las elecciones, a pesar de su virulencia, se encuentran protegidas por un andamiaje institucional, hay un caso en donde no hay elementos de autocontención. Tampoco existe allí la mínima protección institucional a la que puedan apelar los electores de la oposición. En Venezuela, digámoslo con muy pocas palabras, no hay justicia.
Las revelaciones del fiscal Franklin Nieves quien fuera forzado desde el ejecutivo para presentar pruebas falsas en contra de Leopoldo López y así hacer posible un veredicto ya dictado antes del juicio, es un testimonio de los tantos que vendrán. Testimonio que muestra, en todas sus formas la degradación a que ha sido sometida la justicia por el regimen venezolano.
En contra de Leopoldo López ha sido, efectivamente, cometido un crimen judicial sin atenuantes. Un crimen que es el resultado de otro crimen mayor: el realizado en contra de la propia justicia venezolana.
Nadie sabe si Cabello-Maduro son concientes de la monstruosidad que han cometido. ¿Saben que al no haber justicia solo puede haber impunidad? ¿Saben que allí donde rige la impunidad todos los crímenes son posibles? No me refiero en este caso solo a los crímenes políticos. La altísima criminalidad que asola las calles venezolanas tiene mucho que ver con la inducida destrucción del aparato judicial del país.
Solo en un país sin ley ni justicia un mandatario puede cometer el delito de declarar en público y a viva voz que ganará las elecciones “como sea”. O  el  delito de declarar que “no entregará a la revolución” (léase, el gobierno y sus instituciones) en caso de perder las elecciones. O el delito aún mayor de amenazar a la ciudadanía con un golpe de estado: no otra cosa es la alianza del “pueblo” (es decir, Maduro, Cabello y su gente) con la Junta Cívico-Militar (el generalato chavista).
Maduro sabe que lo que se le viene encima –lo testifican todas las encuestas– es una rebelión democrática, nacional y popular organizada a través de la ruta electoral. Un aluvión de votos que amenaza debilitar más su ya muy débil jefatura. Solo después de las elecciones -después, Henri Falcón, solo después- podrán ser abiertos los espacios para el diálogo político.
Pero un diálogo político precisa de un lenguaje político. Rehabilitar el lenguaje político, es decir, a la política (pues la política es lenguaje) deberá ser una tarea ineludible para la oposición, aunque eso signifique deslindar a quienes, aún desde la propia oposición, han hecho suyo el lenguaje de la dictadura. Más adelante vendrán los momentos de la re-institucionalización.
Todos esos momentos deberán culminar en el objetivo principal: la democratización del país. Pero siempre paso tras paso, de modo civil, con la frente en alto y con la constitución en la mano. No hay ningún otro camino.

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