domingo, 28 de febrero de 2016

DESDE LA SOLEDAD Y EL SILENCIO

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                         FEDERICO VEGAS


PRODAVINCI

Acabo de leer en El País el ensayo Provincianos y cosmopolitas de Rafael Argullol. Al autor le preocupa el síndrome provinciano de viajar mucho sin llegar a conocer nada, de tener acceso a una gran cantidad de información universal para formar parte de una secta universalmente desinformada, de recorrer vastos espacios mientras la imaginación, o falta de imaginación, queda atrapada en un territorio pobre en referencias y en pensamientos.
Al otro extremo, Argullol coloca a los cosmopolitas, seres deseosos de habitar la complejidad del mundo, amantes de las diferencias, ansiosos siempre de explorar lo múltiple y lo desconocido, conscientes de que el conocimiento de los otros es finalmente el conocimiento de uno mismo. Si el cosmopolita quiere saber, el provinciano global quiere acumular mientras va eliminando o aplanando las diferencias que tanto teme.
Pareciera que los venezolanos somos provincianos atrapados y atormentados por un alud de información que no digerimos. Apenas recibimos una noticia la reenviamos como una papa caliente hasta quitárnosla de encima, y así tener estómago para una próxima barbaridad que tampoco lograremos digerir. Vamos careciendo de un espacio y un tiempo íntimo donde meditar sobre nuestros dolores y angustias, esperanzas y alegrías. Viajamos dando vueltas sobre nosotros mismos en un cuarto de espejos, y esos continuos giros pueden impedirnos reconocernos, mirarnos de frente.
Formamos parte de una realidad que si no sabe verse a si misma, se convertirá en un puro transcurrir. En las últimas elecciones hemos dado un paso inmenso que nos convoca colectivamente, pero ese paso necesita concretarse dentro del interior de cada uno de nosotros para lograr un verdadero cambio desde las raíces hasta los frutos.
Antes había que buscar la información, ahora hay que filtrarla, soportarla sin aturdirnos. Queremos estar tan actualizados con lo que ocurre y está por ocurrir en la política nacional que no meditamos sobre los principios fundamentales de la democracia. Sentimos que estos se han ido quedando atrás, rezagados, mientras se van desdibujando como un antiguo testamento. No renovamos nuestros votos. Decimos No hay nada nuevo bajo el sol, y resulta que el sol tiene que salir todos los días.
Una buena guía para empezar a meditar, a adentrarnos en nuestras propias sombras, es el libro de Pablo D’Ors, Biografía del silencio. Cuenta Pablo que cuando comenzó a meditar le dolían las dorsales, el pecho, las piernas, “a decir verdad, me dolía casi todo”. En vez de tratar de evadir el dolor decidió enfrentarlo, convertirlo en el centro de su meditación: “¿Qué me duele?”, “¿De que manera me duele?”, “Qué significa este dolor”. A través de este proceso, Pablo encuentra que “la pura observación es transformadora”. Se siente feliz, animado, pues esta conclusión lo conecta con una escritora que venera, Simone Weil, quien afirmaba: “No hay arma más eficaz que la atención”.
No es casual que, según San Agustín, uno de los posibles orígenes de la palabra religión sería el verbo religere, sumirse en una atención profunda, lo contrario a negligere, ocupación favorita de los negligentes.
La palabra “atención” tiene también una etimología muy bella. El verbo “atender” une la idea de “tensar” con la de “dirigirse hacia algo”, tal como se tensa un arco para llegar a un punto.
Al meditar estamos ejerciendo una penetrante atención que nos permite expandir un espacio para estar más cerca de algo, y ese algo es uno mismo. Es hermosa la idea de extender para abarcar, de abrir los brazos para abrazar. Esta posibilidad puede ser muy inspiradora para una Asamblea.
Hay muchas maneras de meditar, yo las desconozco todas. Soy un principiante que teme esa faena y apenas comienza a asomarse al silencio. Pero cuánto me atrae. Recuerdo la historia de un seminarista que le preguntó a su director espiritual si podía fumar mientras meditaba. La respuesta fue tajante:
—No debes hacer nada que te desconcentre.
Otro tuvo más tino y preguntó si podía meditar mientras fumaba. La respuesta fue más sabía:
—Cualquier momento es bueno para meditar.
Es cierto que en todo momento y lugar se esconde un tesoro, pero no es casual que muchas de nuestras meditaciones, o, en mi caso, temerosas aproximaciones, se den en la intimidad de nuestra habitación.
Hace veinte años escribí sobre ese cuarto del que siempre parto y al que siempre vuelvo. Venía de visitar una exposición sobre la obra de José Sigala, donde John Lange, había colocado en una esquina los objetos que el fotógrafo solía tener en su habitación.  Me conmovió la atmósfera de refugio, de guarida, y, al mismo tiempo, de epicentro del mundo. Era aquel un lugar para llegar, pero también un punto de partida, de descanso y a la vez de creatividad.
Esa noche, al llegar a mi propio lecho, me quedé pensando en cómo ha sido mi relación con el entorno que descubro al despertarme, o con los últimos objetos que me acompañan antes de dormirme. Estuve horas en silencio, emprendiendo lentos paseos con la vista, como si observara una gran ciudad desde una montaña.
Gracias a esa larga sesión, que estuvo a punto de convertirse en insomnio, llegué a una suerte de recapitulación con mi pequeña porción del mundo. Pascal decía que la infelicidad de los hombres proviene de una sola cosa: no saber quedarse tranquilos en una habitación. En sus meditaciones sobre la vanidad, nos advertía:
Priva al hombre de sus distracciones y lo verás languidecer de fastidio. Se da cuenta entonces de sus vacíos, pero sin llegar realmente a conocerlos. Somos muy desgraciados si sufrimos una tristeza insoportable cada vez que nos vemos reducidos a mirarnos a nosotros mismos y a no divertirnos con ello.
Esa noche recordé también el interior de la pequeña cabaña que Henry Thoreau construyó en Walden Pond. Había solo tres sillas: “Una para la soledad, dos para la amistad y tres para eventos sociales”. Mientras meditaba sobre esta trilogía le fue cambiando el sentido y la escala a mi habitación. Pequeños detalles se convirtieron en paisajes. ¿Quién no ha imaginado, en lo mejor de la infancia, o en lo peor de una fiebre, valles, colinas y aventuras en la entrañable geografía de sus propias sábanas?
Ahora el paisaje de las sábanas se ha vuelto apasionante, los presagios son de conflicto y también de grandes expectativas. Siendo tantas las cosas muy buenas o muy malas que pueden acontecer, me pregunto: ¿En qué clase de país nos hemos convertido?
Creo que la enfermedad que nos aqueja y estamos a enfrentando no es la paranoia ni la esquizofrenia, sino algo más grave y difícil de diagnosticar. Si tomamos el prefijo de la primera: “para” = “al margen de”, y el sufijo de la segunda: “phren” = “alma”, obtenemos un término que puede ayudarnos a entender qué nos pasa. Venezuela se ha convertido en un país “parafrénico”, es decir, una nación al margen de su alma. Y aquí viene la gran pregunta: ¿Cómo un alma puede revisarse y curarse marginada de sí misma?
Ya Freud manejó el concepto de “parafrénico”. Son casos graves donde se dan delirios de grandezas y una falta de genuino interés por el mundo interior y exterior. “Esta última circunstancia los sustrae totalmente al influjo del psicoanálisis, que nada puede hacer en su auxilio”.
Algunos dirán que, ante tal padecimiento, el país necesita urgentemente una nueva narrativa política. Puede que sea verdad, pero le tengo tanta desconfianza a esas ristras de cuentos. ¡Cuántos delitos, saqueos e imbecilidades se han convertido en nombre de la fantasía que nos ha sometido! Creo que hoy la narrativa política que necesitamos es simplemente diagnosticar la realidad que vivimos. Con un diagnóstico adecuado, valiente, preciso, encontraremos el origen de la enfermedad y su cura.
El escritor Antonin Artaud dio una vez una conferencia en la Sorbona sobre los efectos de la peste negra en el teatro medieval. Comenzó hablando de catapultas que lanzaban cuerpos infectados sobre los muros de ciudades sitiadas, de lentos barcos que llegaban a Venecia con una tripulación de cadáveres. De pronto, el conferencista comienza a ponerse pálido, a asfixiarse, toma agua y no se le quita una sed abrasiva. Intenta levantarse y termina en el suelo convulsionando entre torrentes de baba. Cuando están a punto de llamar a una ambulancia, Artaud se levanta y explica que ha considerado conveniente agregar a su charla una cruda escenificación de los efectos de la peste.
¿Qué quiero ilustrar con este ejemplo? Que antes de inventar idolatrías o someternos a la tarea de buscarnos un nuevo lugar en la historia, necesitamos una clara representación de la peste que ha invadido todo y a todos. En una peste no son sólo los otros los que están enfermos. Todos estamos marginados en nuestra patria. Unos creen vivir en una quimera que no existe, otros en un país que ha dejado de existir y quizás nunca existió. No podemos permitir que la perfidia e ilimitada maldad de los gobernantes se convierta en una excusa para continuar marginándonos de nuestras almas. Esa comprensible mortificación y evasión es lo que nos está anulando, humillando, matando. La necesidad de acción no puede anular la necesidad de reflexión, de continuar preguntándonos:

¿Dónde me duele?  ¿Qué significa este dolor?

Lo que había que predecir está ya aconteciendo y debemos asumir su verdadera dimensión desde nuestro interior, no sólo estirando el dedo y señalando. Revelar es tan parecido a rebelar, y no hay mayor revelación que rebelarse contra uno mismo, contra nuestra falta de atención profunda, desde la soledad y el silencio.

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