domingo, 21 de febrero de 2016

LA ASAMBLEA O EL GOBIERNO
 
   FERNANDO MIRES
 
 
Cuando Diosdado Cabello ordenó renovar el TSJ, días antes de que la nueva Asamblea Nacional entrara en funciones, estuvo claro que en Venezuela surgiría una situación a la que en diversos artículos definimos como de “doble poder dentro del Estado”.
Para precisar, no se trata de un enfrentamiento entre los poderes legislativo y judicial, como aparece a primera vista, sino entre el Ejecutivo como representante del poder instrumental (armas, jueces, servicios secretos, para-militares, grupos de choques y organizaciones sociales verticales al servicio del partido-Estado) y el Legislativo, representante de la mayoría democrática, de la soberanía popular y de la Constitución nacional.
El TSJ —casi no es necesario decirlo— ya no es un tribunal (nadie que no sea del gobierno puede acudir a sus servicios), no es superior (ha sido degradado en su propia sustancia) y no es de justicia (no la imparte). El TSJ es sólo una sigla para designar al brazo judicial del gobierno.
El enfrentamiento es pues entre el Legislativo y el Ejecutivo.
Es también el enfrentamiento entre dos lógicas. La del Ejecutivo es una lógica militar aplicada a la política. La de la AN es política.
Desde su punto de vista militar (es decir, anti-político) Cabello hizo lo que tenía que hacer. Sabiendo que el gobierno estaba amenazado por la AN, tendió una valla de contención. Esa valla es el TSJ.
Maduro, gracias a esa valla, ha decidido gobernar por decretos no aprobados por la AN. Mediante la politización de la justicia el gobierno ha judicializado (y ajusticiado) a la política. Con la suspensión de las atribuciones de la AN ha sido, además, establecido el “Estado de excepción en permanencia”. Es por eso que la defensa de la AN es, en estos momentos, idéntica a la defensa de la democracia en el país.
El de Maduro es un gobierno que se apoya en las armas, no en la mayoría, tampoco en la legalidad y mucho menos en la legitimidad. Un gobierno encapsulado dentro de un Estado que, si no pensamos en términos militares, ya no le pertenece políticamente.
De modo inteligente la Unidad no polarizó desde el comienzo las contradicciones entre el Ejecutivo y el Legislativo. Esa tarea se la dejó al gobierno. En ese sentido lo oposición hizo lo que debía hacer desde su lógica política: develar el carácter anti-constitucional del gobierno pero no a través de declaraciones sino por medio de los hechos.
Sólo cuando Maduro —mediante la aprobación de su “decreto de emergencia económica” por vía judicial— demostró su voluntad de prescindir de la AN, anulando su potestad, la oposición desde la Asamblea no tuvo más alternativa que plantearse la posibilidad de destituirlo. No la oposición, el gobierno ha mostrado su carácter sedicioso.
El dilema impuesto por el propio Maduro/Cabello no deja dudas: o el Gobierno o la Asamblea. Sin embargo, de acuerdo a la lógica de ese dilema el gobierno no puede destituir a la Asamblea pero la Asamblea sí puede (y en este caso, debe) destituir al gobierno. La Constitución señala las vías.
La dirección política de la oposición deberá escoger entonces la vía más apropiada de acuerdo a los plazos legales, a la profunda tragedia social del país y a la disposición popular para defender conquistas políticas alcanzadas mediante el voto.
Con toda seguridad la dirección política opositora sabe muy bien que las mejores vías jurídicas no son siempre las más políticas. Desde ese punto de vista puede ser que el medio revocatorio no sea el más expedito ni el más rápido. Pero es el que aparece como el más político. En todo caso la última palabra sobre el tema aún no ha sido dicha. Son varios los pro y los contra que deberán ser evaluados.
Lo importante por el momento es lo siguiente: mientras más grande sea la participación del pueblo políticamente constituido en los caminos constitucionales abiertos por la oposición, más difícil será al gobierno desconocer a la razón de las leyes.
Justamente la historia reciente ha demostrado que la participación popular en Venezuela sólo ha sido políticamente efectiva cuando ha logrado encuadrarse en el marco de una estrategia política común. Es por eso que las iniciativas movilizadoras realizadas al margen de la MUD han conducido, por lo general, a callejones sin salida.
No haber encuadrado su práctica con la posición de la mayoría de los partidos organizados en la MUD —dicho sin el propósito de remover heridas— fue uno de los grandes errores de la  movilización conocida como “La Salida”, a comienzos de 2014. Los dirigentes políticos de la oposición parecen estar de acuerdo en que acciones similares ya no pueden volver a repetirse.
Para que se entienda mejor: el error más grande de “La Salida” no fue su llamado a ocupar las calles. El error más grande fue haber intentado imponer su llamado sin una perspectiva que contemplara la disposición a batirse con el gobierno en términos electorales de acuerdo a la decisión mayoritaria de la oposición. Es por esa razón que cualquier intento de establecer una línea de continuidad entre “La Salida” de 2014, y la lucha por la destitución de 2016, no solo es antihistórica; es radicalmente falsa.
La alternativa que surge en 2016, a diferencias de la de 2014, no es divisionista, es unitaria; no surge de una derrota electoral (elecciones municipales del 2013) sino después de una gran victoria (6-D); no es un llamado de líderes personalistas, sino de una dirección colectiva hecho en un momento caracterizado por la más profunda crisis económica, social y moral que ha vivido el país.
Útil es recordar la historia reciente cuando se avecinan momentos en los cuales las iniciativas populares serán convocadas a apoyar vías constitucionales (repetimos, constitucionales) orientadas a la destitución presidencial. Esas vías deberán culminar en nuevos procesos electorales, desde las primarias hasta las presidenciales. La complejidad de la situación exigirá sin duda una gran disciplina política; una similar e incluso superior a la que se dio en los tramos previos al triunfo del 6-D.
Tanto o más importante será esa disciplina si se toma en cuenta una condición histórica objetiva: Venezuela carece de organizaciones laborales y civiles en condiciones de articular movilizaciones durante plazos relativamente largos como es el caso de países con fuertes tradiciones sindicales, entre otros, Argentina, Chile, Brasil  y México.
Lamentablemente es así. Como consecuencia de un sistemático trabajo de destrucción, producto de 17 años de chavismo, la sociedad venezolana se encuentra atomizada, disgregada y sin capacidad de impulsar reacciones organizadas que no provengan de instancias políticas.
En países en donde existen fuertes organización civiles y sociales las movilizaciones pueden ser mantenidas en el tiempo aún con prescindencia de partidos políticos. En Venezuela en cambio, las convocatorias deben ser orientadas hacia objetivos muy precisos. Es por eso que el terreno más apropiado para el desarrollo de las luchas sociales y para las manifestaciones de calle han sido las campañas electorales.
Son estas las razones que llevan a pensar que, por un lado, la movilización social es imprescindible pues el pueblo democrático debe sentir como obra suya la destitución y no como algo que hicieron “otros” en su nombre. Pero, por otro lado, esa movilización social no puede quedar librada a la improvisación, ni a la espontaneidad, ni mucho menos a la voluntad de líderes heroicos pero imprevisibles.
Dicho ahora en clave de síntesis: la superación de la crisis económica venezolana pasa por la superación de la crisis de gobernabilidad. Ésta última, a su vez, pasa por el fin del gobierno de Maduro. Ese objetivo sólo puede tener lugar sobre la base de un proyecto de destitución constitucional muy bien definido y, en las fases más decisivas de la lucha, con la activa presencia de las más amplias movilizaciones populares.
O la Asamblea o el gobierno; ese es el dilema. La suerte está echada. Ya no se puede echar pie atrás.

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