miércoles, 3 de enero de 2018

Confíe en mi, soy un capitalista

Marian L. Tupy

La competencia es una parte esencial de la economía capitalista. Impulsa a las empresas a innovar y a proveer a los consumidores productos más baratos y mejores. Si las empresas no logran innovar, fracasan. El mercado puede ser un lugar brutal —solo considere la forma en que Netflix acabó con Blockbuster. “El capitalismo sin fracasos es como la religión sin pecado”, dijo el economista estadounidense Alan H. Meltzer. Agregó: “No funciona”.
Pero el capitalismo también es una de los esfuerzos más cooperativos. Los productos y servicios son comercializados entre extraños a través de largas distancias, guiados —en gran medida— por el mecanismo de precios y por la reputación de las partes involucradas en el intercambio. Las transacciones repetidas entre las partes que comercian fomenta la confianza —un subproducto moral del capitalismo acerca del cual no hablamos lo suficiente, ni celebramos.
La competencia produce ganadores y perdedores. Conforme Amazon creció, por ejemplo, las librerías de barrio cerraron a lo largo de EE.UU. Algunas personas consideraron que eso fue una gran tragedia, dado que las librerías proveían experiencia placentera para que las personas aprecien publicaciones y, algunas veces, conozcan a personas interesantes. Sin embargo, al final del día, la conveniencia del Internet y las opciones y precios superiores, demostraron ser más importantes para el consumidor promedio. Amazon y su clientela ganaron, mientras que Barnes & Noble perdió.
Los perdedores, que surgen de la competencia capitalista, parecen confirmar el sesgo hacia un juego de suma cero que está en el cerebro humano. Es por esta razón que mucha gente suele enfocarse en la liberaría local que ha cerrado, en lugar de fascinarse ante los precios que caen y la amplia selección que se ha vuelto posible gracias a Amazon. ¿De dónde viene este sesgo?
Durante gran parte de nuestra existencia en el ambiente de la adaptación evolutiva (AAE), que es como decir decenas de miles de años que hemos pasado merodeando el planea como cazadores-recolectores, el éxito de un grupo de personas, usualmente relacionadas entre ellas, vino a costa de otro grupo. Cuando los recursos en un área ocupada por el grupo A se acababan, el grupo A se mudaba al territorio ocupado por el grupo B. Un conflicto resultaba de esto.
Los conflictos todavía continúan definiendo la interacción entre los animales. Los humanos, en cambio, evolucionaron formas adicionales de interactuar entre ellos. Los asentamientos permanentes fueron una parte clave de ese proceso. Los extraños que se asentaban junto a otros extraños tuvieron que aprender a cooperar. En ese proceso, o adquirían una reputación que les merecía confianza, o se volvían parias sociales excluidos de la economía en general.
Como resultado de esto, la humanidad avanzó. Tanto que para la era de la República Romana, el término civis se volvió la palabra raíz tanto para la ciudad como la civilización. A través del tiempo, por supuesto, la ciudad-estado dio paso a la nación-estado y la nación-estado se volvió parte de la economía global. Conforme la cooperación humana se expandió, también lo hicieron los horizontes económicos.
Eso fue, sin duda, un fenómenos tanto moral como económico. Gente, que de otra forma se hubiese odiado, se encontró unida en la búsqueda de las ganancias. Para el siglo 18, el grado de cooperación humana dentro del contexto de la economía de mercado llegó a niveles que incluso los filósofos como Voltaire se sintieron obligados a opinar al respecto. El filósofo francés escribió:
“Vaya a la bolsa de Londres —un lugar más respetable que muchas cortes— y verá representantes de todas las naciones reunidos allí para el servicios de los hombres. Aquí el judío, el mahometano y el cristiano tratan entre sí como si fuesen todos de la misma fe, y solo aplican la palabra infiel a personas que quiebran. Aquí los presbíteros confían en los anabaptistas y los anglicanos aceptan la promesa de los cuáqueros. Al salir de estas asambleas pacíficas y libres algunos se van a la sinagoga y otros se van a tomar un trago, este va a ser bautizado en un gran baño en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ese hace que le hagan la circuncisión a su hijo y hace que se pronuncien algunas palabras hebreas que él no entiende ante el niño, otros van a su iglesia y esperan la inspiración de Dios con sus sombreros puestos, y todos son felices”.
Es notable que los académicos que continúan influenciando tanto a quienes son escépticos del capitalismo no son economistas, sino biólogos y ecologistas. Dentro de estos se encuentra el profesor Paul Ehrlich de Stanford University, el pesimista parcialmente responsable por el pánico respecto de la sobre-población que se inició en la década de 1960; Garrett Hardin, el exponente de la teoría de la “tragedia de los comunes”, y Jared Diamond, el autor de bestsellers como Pistolas, gérmenes y acero y Colapso.
Sus análisis de los asuntos humanos suelen ser análogos a las interacciones que se pueden observar entre los animales. Pero los seres humanos, mientras que siguen siendo parte del reino animal, poseen mecanismos evolucionados que permiten que se den miles de millones de interacciones cooperativas cada día. Es hora de que los economistas le roben el show a los biólogos poniendo un énfasis renovado sobre el aspecto cooperativo del capitalismo.

Este artículo fue publicado originalmente en Cap X (Reino Unido) el 8 de diciembre de 2017.

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