sábado, 15 de agosto de 2015

DE QUÉ SIRVIERON 56 AÑOS

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    DAVID RIEF

LETRAS LIBRES

En 1992, Andrés Oppenheimer, el experimentado reportero del Miami Herald, escribió un libro titulado La hora final de Castro. La historia secreta detrás de la inminente caída del comunismo en Cuba. Oppenheimer tenía muchas fuentes en la isla y, en cualquier caso, su hipótesis difícilmente parecía descabellada. Era la época que llegó a ser conocida como el “periodo especial en tiempos de paz” de Cuba. La Unión Soviética había colapsado y el gobierno de la nueva Federación de Rusia ya no estaba dispuesto a proveerle productos derivados del petróleo a precios reducidos (ni a comprar productos cubanos a través de acuerdos de trueque ni a precios por arriba del mercado) que habían permitido al régimen de Castro mantener a flote la economía cubana, a pesar de décadas de mala administración. Los esfuerzos propios del régimen por recuperar la estabilidad habían fallado y, ya fuera en la industria, la agricultura o el transporte, la economía cubana parecía estarse paralizando. Por primera vez desde la Revolución parecía que había un creciente disenso en las altas esferas del Partido Comunista y en el ejército, y las expresiones públicas de insatisfacción popular iban en aumento.
Aún así, la predicción de Oppenheimer no pudo haber estado más equivocada. El régimen de Castro se mantuvo, y hacia el final de la década encontró un aliado mucho más generoso de lo que había sido la urss. Hugo Chávez, electo presidente de Venezuela en 1998, le otorgó a Cuba concesiones de petróleo subsidiado. Y diecisiete años más tarde, luego de que Fidel Castro se vio forzado a renunciar, por motivos de salud, a su cargo de “comandante en jefe”, su hermano Raúl lo ha reemplazado, y la sociedad que ellos y sus camaradas crearon hace casi 57 años continúa resistiendo, aunque desde afuera parezca tan desvencijada y geriátrica como los mismos hermanos Castro. Y no olvidemos el hecho de que su régimen ha sobrevivido a nueve presidentes norteamericanos, donde al menos cinco (Eisenhower, Kennedy, Nixon, Reagan y George W. Bush) pusieron un especial interés en orquestar su caída, logro nada despreciable para un país cuya población de 11.26 millones de personas corresponde aproximadamente al 3.5% de la población de Estados Unidos y cuyo pib, en 2014, fue de alrededor de 80 mil millones de dólares, comparado con los 17.46 billones estadounidenses.
Dado el fracaso de varias y sucesivas administraciones norteamericanas por provocar el cambio de régimen en Cuba, uno podría haber pensado que no recaería en Barack Obama –el décimo presidente en ocupar el cargo al mismo tiempo que los hermanos Castro– ser el primer ocupante de la Casa Blanca en probar un nuevo rumbo. Con todo, cuando el gobierno de Obama anunció, a finales de 2014, que normalizaría sus relaciones con Cuba, la reacción dominante, tanto en Estados Unidos como en la isla, fue de sorpresa. En retrospectiva, tal vez no debería haber sido así, pues durante la elección primaria presidencial de Florida en 2008 el entonces candidato Obama se había pronunciado por una reevaluación sustancial de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba –un acto extraordinariamente temerario, particularmente en Florida, el corazón político y demográfico del mundo de los exiliados cubanos–. Hillary Clinton, su principal oponente en la carrera presidencial, denunció de inmediato el lance. Pero Obama se negó a retroceder (a diferencia de sus declaraciones conciliadoras sobre Israel y Palestina, que rápidamente desechó cuando fue confrontado por Clinton).
Sin embargo, pasada la elección de Obama, el tema cubano pareció haber languidecido, lo que no era para sorprenderse, en vista de la ambiciosa agenda doméstica del nuevo presidente y los retos que planteaba el continuo desastre geoestratégico en el mundo islámico. Ahora resulta evidente que Obama fue más fiel a sus posiciones sobre Cuba de lo que sus críticos y colaboradores habían creído. Puede argüirse que estas posturas no fueron, a primera vista, tan valientes como aparentaban. Esto se debe, en parte, al apoyo generalizado que la normalización con Cuba ha tenido desde hace muchos años dentro de la cúpula empresarial estadounidense, sobre todo en los estados agrícolas exportadores del Oeste Medio. Pero el factor más importante ha sido la transformación del Miami cubano, que se ha venido dando por diversas razones: desde el cambio de escena de las viejas generaciones de exiliados, a la asimilación de sus hijos y nietos en la corriente cultural y política americana, hasta el hecho de que la creciente proporción de cubanos y cubanoamericanos que actualmente viven en Miami nacieron en la isla después de la Revolución. No tienen recuerdo de otra Cuba que no sea la creada por la Revolución y, como consecuencia, no tienen un compromiso básico con su transformación política –otra manera de decir que estas personas, en su abrumadora mayoría, son inmigrantes en el sentido tradicional y no exiliados políticos.
La principal preocupación de las nuevas cohortes cubanas y cubanoamericanas que viven en Estados Unidos es la de mejorar las condiciones económicas de sus parientes, amigos y antiguos vecinos en la isla. Así como sucede en el resto del mundo, la mayoría de las personas que emigran de un país pobre a uno rico destinan una parte –en ocasiones, una gran parte– de su ingreso disponible para ayudar a aquellos que dejaron atrás. Lo hacen mediante el envío de remesas en efectivo, liberadas por la administración de Obama de las limitaciones impuestas durante el gobierno de George W. Bush. La cantidad de dinero enviada desde Estados Unidos es de alrededor de dos mil millones de dólares anuales. Pero muchos de los cubanos y cubanoamericanos en Estados Unidos lo hacen también cuando viajan a la isla a visitar a sus parientes, y es una situación que ha aumentado dramáticamente desde que Barack Obama ocupó la presidencia en 2009. Cualquiera que haya estado, como lo estuve yo en mayo, en alguno de los varios vuelos que salen del Aeropuerto Internacional de Miami con destino a La Habana, se habrá impresionado con el ingente volumen de artículos que la gente lleva consigo: desde televisiones de alta definición, generadores portátiles y sillas de ruedas, hasta ropa, medicina, papel higiénico, toallas sanitarias, pañales desechables y productos de belleza que son descargados sobre las bandas de equipaje del Aeropuerto José Martí.
En pocas palabras, con embargo económico o sin él, una parte significativa de la población cubana ha dependido y continúa dependiendo económicamente de sus parientes en Estados Unidos. En esto, la situación que enfrentan no es distinta a la de los mexicanos, dominicanos e, incluso, filipinos o chinos. Sin embargo, hay una diferencia vital entre los cubanos y los demás inmigrantes: su condición migratoria. Bajo la Ley de Ajuste Cubano, aprobada por el Congreso norteamericano en 1966, los cubanos que se presenten sin visa ante las autoridades migratorias, en cualquier frontera terrestre de Estados Unidos, no son considerados inmigrantes ilegales, sino presuntos refugiados políticos. Lo único que un cubano debe mostrar es una identificación oficial o su certificado de nacimiento. Solo ha habido un cambio desde mediados de los años sesenta, la política llamada “pies secos/pies mojados”, adoptada por Washington después de la crisis de los balseros en 1994. Según esta política, si un cubano logra llegar a la costa de Estados Unidos –“pies secos”– se le permite quedarse, pero si la Guardia Costera de Estados Unidos lo captura en el mar –“pies mojados”– será devuelto a Cuba.

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