ELVIRA LINDO
A un hombre se le aprecia la inteligencia cuando es capaz de tratar de igual a igual a una mujer, cuando no siente que su libertad esté siendo cercenada porque una mujer en el trabajo o en un encuentro público se exprese con más inteligencia que él; un hombre denota seguridad en sí mismo cuando no se achanta ante la ironía femenina y se ríe, se ríe de su posible condescendencia o de su posible ridículo; un hombre no es más hombre por hacer bromas machistas, aunque algunos lloriqueen amargamente porque ya no tienen tanto público como antes; un hombre no lo es más por conceder a la palabra de un varón más importancia que a la de una mujer; un hombre no ve mermada su masculinidad por admirar a una colega, por leer a escritoras, por sentir curiosidad por los asuntos femeninos; un hombre justo es el que se pregunta por qué las mujeres están menos representadas en el mundo laboral, o en el arte, la pintura, la música o la poesía. La poesía. ¿No será que se tiene más tolerancia con la mediocridad masculina? Un hombre brillante no debiera sentirse amenazado por tener que compartir su brillo con ellas. Si lo tiene todo, ¿a qué viene el miedo? Esto ya sucedió en otros países más avanzados en materia de derechos que el nuestro: la célebre reacción furibunda de hombres exitosos ante la presencia femenina. ¿Qué te pasó, Philip Roth? ¿Qué te pasó, Norman Mailer? Un cabreo revestido de opinión autorizada: las dejaremos entrar en nuestro club sólo si están a nuestra altura.
No es extraño que las mujeres hayamos desarrollado una ironía que hasta hace nada se hacía presente sólo en las conversaciones domésticas. Anda que no hemos escuchado a las mujeres mayores en cocinas y tardes al fresco ridiculizar la infalibilidad masculina. Ahora esa ironía se ha hecho pública. ¿Cómo ha de tomarse Hillary Clinton el que el señor del pelazo, Donald Trump, tuitee que una mujer que no satisfizo a su marido no puede satisfacer a un pueblo? Para mí que Hillary sonríe y piensa, tú sigue, idiota, que me vas a hacer presidenta.
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