ALBERTO BARRERA T.
Hace tiempo el oficialismo denunciaba airadamente que la inseguridad solo era una “ficción mediática”, una campaña publicitaria que buscaba desestabilizar al país. Las balas, sin embargo, sonaban con demasiada frecuencia. La muerte violenta e inesperada se hacía rutina. Luego, de pronto, el oficialismo descubrió que la inseguridad existía. Y entonces denunció airadamente que era una realidad inducida y provocada por el imperialismo y por la oposición. Las balas no dejaron de sonar. Nos convertimos en un país donde el homicidio es un hábito.
Hace unos meses, en el programa de José Vicente Rangel, el Alcalde de Caracas, con serenidad de estadista, habló del problema de la violencia social, se refirió a la pobreza, destacó los avances del gobierno bolivariano en estos últimos años: “Creo –dijo– que es importante que nosotros no soslayemos que la situación de la inseguridad es una situación estructural” ¿Es éste el mismo personaje que, ahora, a propósito de un espeluznante asesinato, establece una relación directa entre la criminalidad y la oposición? ¿Por qué un Alcalde, Jefe de Comando de la campaña electoral oficialista termina repentinamente convertido en un detective impaciente y feroz? ¿Por qué, como si fuera natural, Jorge Rodríguez aparece ahora ante nosotros como un experto comisario, como un fiscal implacable, como un rapidísimo juez?
Para cualquier venezolano común, el caso de Liliana Hergueta es aterrador. Una mujer desmembrada dentro de un carro es una imagen que paraliza, un suceso que debería dejar sin palabras a una sociedad. Sin embargo, la ciudadanía debió compartir su asombro y su espanto con el caos de la polarización, con el manejo político del homicidio. Después de morir, Liliana Hergueta volvió a ser una víctima. También como noticia fue descuartizada.
La velocidad con la que el oficialismo sentenció y presentó el caso resulta grosera. Les bastó mostrar un video donde Pérez Venta también parece un sereno estadista conversando con José Vicente Rangel. No importa lo que hizo. No importan sus tuits, su paradójico tránsito vital, no hay nada más que indagar. Lo única que importa es la supuesta relación del homicida con la oposición. Pérez Venta confiesa con amable espontaneidad como si estuviera un programa de concursos. Y siempre gana. Señala a todos con el aplomo y la veracidad del testigo. El asesino deja de ser un asesino para convertirse en un patriota cooperante.
Y esta gente que ahora acusa a la oposición y le exige “desmarcarse” de la violencia, es por cierto la misma gente que –rechazando cualquier cuestionamiento y negándose a debatir– ha decidido ejercer la violencia desde el Estado de manera arbitraria, criminalizando la pobreza y militarizando a la sociedad. Las OLP parecen destinadas a ser un caracazo bien administrado. Más de la clásica represión que todos conocemos pero con un perverso ingrediente adicional: se presentan como experiencia liberadoras. Pero de eso no quieren hablar. Reprimen para salvarnos.
Es un descaro sin nombre. Una hipocresía colosal. Nos quieren vender una repetición del pasado como una revolucionaria novedad. Si buscan liberar territorios, deberían permitir que los ciudadanos auditemos Pdvsa o Cadivi. O deberían mandar una OLP al Banco Central o a Miraflores, a ver si así por fin el Presidente y el Vicepresidente cumplen con la obligación de darnos la lista de las empresas fantasmas. Siempre es más fácil perseguir a los ciudadanos que tocar a los poderosos.
El tema de la violencia es muy complejo. Dice el Defensor del Pueblo que banalizarlo es “un atentado contra la democracia”. Tiene razón. Pero utilizarlo políticamente, manipularlo para ocultar la crisis económica o para satanizar a la oposición, también es una manera de conspirar en contra de la democracia. Es una forma de decir que Liliana Hergueta solo es una excusa. Que no les importa ninguna muerte. Que no les duele. Que ahora solo andan buscando votos. Donde sea. Hasta en la morgue.
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