lunes, 7 de septiembre de 2020

EL MARXISMO EN RUSIA
Guy Sorman
GUY SORMAN
La filosofía marxista no es de ninguna utilidad para vaticinar el curso de la historia, pero si obviamos su aspecto mesiánico, puede servir para comprender el presente, especialmente la relación que existe entre los comportamientos políticos e ideológicos (la «superestructura») y las condiciones económicas (la «infraestructura»). Según Marx, y simplificando en extremo su pensamiento complejo, son las circunstancias económicas las que orientan las decisiones políticas e influyen en las ideas dominantes. Es discutible y simplista, pero no es necesariamente falso o, en cualquier caso, puede ser cierto en parte.
Este análisis me parece bastante oportuno actualmente en una Rusia que estalla por todas partes: en Bielorrusia, que, al contrario que Ucrania, ha sido siempre una provincia rusa (Bielorrusia solo se
 convirtió en un Estado en 1948 para otorgar un voto más a la URSS en la ONU); en Jabárovsk, en Siberia; y en el centro, en Moscú, con Alexéi Navalni, el adversario envenenado y némesis inalterable de Putin. A diferencia de los levantamientos de finales de la década de 1980 en la URSS, en la época de Gorbachov, que fueron sobre todo revueltas nacionales contra el imperialismo ruso en Polonia, en los países bálticos, en Georgia o en Chechenia, son rusófonos de pura cepa los que exigen ahora en Minsk, Jabárovsk y Moscú que se marchen sus dirigentes, tachados de ineficaces, corruptos y violentos. En definitiva, se cuestiona todo el sistema de Putin, incluso en Minsk, un satélite de Moscú. Es en este momento cuando el marxismo resulta esclarecedor.
De hecho, el putinismo se basa ante todo en la redistribución, parcial, de los beneficios del gas, del petróleo y de las materias primas, entre el conjunto de la población. Las cotizaciones elevadas y estables de estas exportaciones desde hace una veintena de años, gracias a esta redistribución social, han permitido vivir a la población, sobre todo a numerosos jubilados, de una manera ciertamente mediocre, pero decente en comparación con el régimen soviético anterior. Esta sólida infraestructura económica ha permitido que la superestructura política autoritaria creada por Putin y sus clones se perpetúe. ¿Pero no funcionaba ya, de hecho, la Unión Soviética según este modelo?
Desde la década de 1930, la URSS solo sobrevivía gracias a sus exportaciones de petróleo hacia Occidente. Una pequeña parte del excedente se utilizaba para comprar cereales y para que la población viviera, y gran parte del mismo se empleaba para construir una industria armamentística y financiar guerras. La URSS, bajo el velo artificial de un discurso comunista, no era más que una oligarquía petrolera de tipo saudí, a la que Karl Marx habría tildado así inmediatamente. Boris Yeltsin, presidente de 1991 a 1999, y más aún Vladimir Putin, al principio del todo de sus mandatos, trataron de huir de este modelo que les hacía depender totalmente del mercado mundial de la energía para sustituirlo por una economía industrial más moderna y diversificada. Pero en vano, porque Putin no tenía tanta paciencia, y la venta de gas, sumada a la de petróleo, le proporcionaba unos beneficios inmediatos sin esfuerzo. En economía, eso se llama la «maldición de los recursos naturales», que es cuando el exceso de estas riquezas desincentiva cualquier inversión a largo plazo y elimina el espíritu emprendedor.
Resulta que, ahora, la desgraciada conjunción del Covid-19 y de la recesión mundial socava las bases de esta infraestructura económica rusa y, por tanto, arrastra inevitablemente los salarios y las pensiones a la baja, sin que se prevea ningún repunte rápido. El pueblo ruso, que hasta ahora estaba relativamente satisfecho, anestesiado por la redistribución social, se alza, como demuestra el éxito popular de Navalni, y exige de repente libertad, porque el pan comienza a escasear.
Por tanto, ahora empieza una época turbulenta en la que Putin se aferrará al poder por todos los medios, incluido el crimen, mientras que los que aspiran a la democracia son generosos, pero no tienen ningún programa económico. Esto recuerda a la situación en Ucrania, donde los repetidos cambios de régimen no resuelven en absoluto las deficiencias de una infraestructura económica anticuada. Salvando las distancias, estos levantamientos en Rusia también se parecen a la Primavera árabe, en la que los líderes revolucionarios, que habían exigido democracia, se identificaban desafortunadamente con el socialismo económico. Y no podía ser la respuesta correcta para unos pueblos más hambrientos de pan que de libertad.



Concluyamos con Bielorrusia. Me imagino que la revolución acabará con la dictadura de Lukashenko, y es posible que le sustituya otro dictador, porque el pueblo encolerizado se equivoca de lucha. Cierto es que a los bielorrusos les corresponde exigir democracia -una superestructura vital- pero tendrá poco futuro si no se basa en un mercado libre, que es una infraestructura fundamental. La libertad política y la libertad económica son indisociables, tanto en la teoría como en la práctica, y es lo que parece que ignoran los revolucionarios de Minsk, Jabárovsk o El Cairo. Deberían leer a Marx con atención.

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