domingo, 6 de septiembre de 2020

 Una enfermedad colectiva, LIDEROFAGIA 


Tulio Hernández | Futuro en Español

               Tulio Hernández


Al líder juvenil guaireño, una jauría impaciente le ‘dio hasta con el tobo’. Para decirlo en habla popular.

¿Se acuerdan de Carlos Andrés Pérez? Es un ejemplo claro de lo que trataré de explicar a continuación. La tesis de que, desde que se aceleró la crisis de la democracia representativa, al menos en el bando de los demócratas venezolanos, padecemos de una enfermedad colectiva que bien podríamos llamar ‘liderofagia’.

Su síntoma mayor es la pulsión a devorar a los mismos líderes que primero encumbramos. Son tres momentos. Primero, el colectivo humano busca ansiosamente un salvador de la patria. Mejor decir, un héroe. En el sentido mitologico del término. Quizás un mago. Segundo, una vez que lo encuentra genera hacia él un enamoramiento también colectivo. Mejor, un delirio apasionado. A la manera adolescente. Una gran ilusion. Y, al final, tercero, cuando se comprueba que el Salvador no lo es tanto, que no responde de manera express a los requerimientos de las masas, que no saca del sombrero los conejos que todos aguardaban, pero que él tampoco se había encargado de aclarar que no sabía hacerlo.

Entonces la multitud instigada por unos adelantados con autocritas, lo saca del juego. Lo mata en el sentido freudiano. Como se mata al padre. Viviendo así el placer casi sensual de comerse, si es posible aún vivo, al objeto de ilusión de unos meses atrás.

Carlos Andrés Pérez suscitó pasiones profundas entre los venezolanos. Fue, a su manera, el primer gran líder de masas mediático del país. A partir de la campaña electoral de 1973, convocó multitudes que lo escucharon arrobadas. Saltó charcos. Se vistió con chaquetas cinéticas que a la mayoría agradaban. Movió los brazos como aspas frenéticas que concitaron aplausos y suspiros magnéticos.

Nacionalizó el petróleo y el hierro; creó Fundayacucho, el pleno empleo, la Gran Venezuela. Y luego, exactamente veinte años después, cayó en desgracia en medio de su segunda presidencia. El colectivo lo mató. Simbólicamente, claro está. Porque quienes querían efectivamente matarlo, y no metafóricamente, los militares conjurados en el golpe de Estado de 1992, no lo lograron. En cambio, lo sacó de juego una élite de civiles seniles encabezada por Rafael Caldera, Ramón Escovar Salom, Arturo Uslar Pietri, José Vicente Rangel y el mismísimo Luis Alfaro Ucero, el caudillo de su partido, que manipularon a su antojo la Corte Suprema de Justicia de entonces.

Fue tan dramático el proceso que, una vez condenado por la cifra ahora risible de 50 mil dólares que traspasó a Violeta Chamorro para su campaña electoral en Nicaragua, el Muchacho de Rubio declaró: “Hubiese preferido otra muerte”.

Pérez –como Bolívar, Guzmán Blanco, Castro y Betancourt– murió fuera del país. En su caso, en exilio forzoso. No recibió, por suerte, porque hubiese sido una deshonra más, homenaje alguno del gobierno de esa vergüenza endémica llamada Nicolás Maduro. Pero igual un pequeño grupo de persistentes militantes de AD acompañó, sin pompa ni ruido, sus restos al Cementerio del Este.

Desde entonces en adelante, al menos en las filas de la resistencia democrática al militarismo chavista, no ha pasado un solo año en que el colectivo opositor no esté buscando un nuevo presidenciable y tramando cómo deshacerse del líder del momento

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