martes, 8 de septiembre de 2020

 Y SÍ, MEJOR NOS SEPARAMOS


Reseña de "Celebración de estar vivos", de Tulio Hernández, por Alberto  Hernández | Letralia, Tierra de Letras

              Tulio Hernández 

@tulioehernandez

Frontera Viva


Nada peor que un matrimonio a juro. Es lo que dice el habla popular. Además, ineficiente, como unos zapatos deportivos que aprietan en medio de la maratón. Y nada más tonto que tropezar varias veces con la misma piedra, también se dice en la calle. Peor aún si te has caído y roto los pies una y otra vez.

Ambas máximas valen igual en política. Por eso los partidos se dividen. Y no siempre por intereses o apetencias personales de sus dirigentes. Sino por creencias. O por interpretaciones divergentes de una coyuntura. Y, tampoco, como los matrimonios y los divorcios, siempre la división es para mal.

Por ejemplo, Rómulo Betancourt, implacable como dicen que era, aceleró la salida de los chicos del MIR, la primera fractura interna de Acción Democrática a comienzos de la década 1960, antes que seguir durmiendo con el enemigo. AD se dividió, pero Betancourt a la larga se convirtió en el primer presidente civil venezolano electo democráticamente que logró concluir su gobierno sin que los militares lo tumbaran.

Los jóvenes miristas terminaron, primero, en la guerrilla; luego, en la cárcel; y al final regresando a la vida política democrática. Pero ambos fueron fieles a sus credos de entonces. El MIR al marxismo a la cubana. Y AD y Betancourt a la socialdemocracia internacional.

El partido comunista también se dividió. Unos años después. A comienzos de la década 1970. Igual para bien. De allí salieron el MAS y La Causa R, que recapacitaron sobre la barbaridad que había sido irse a la guerrilla y vinieron a reforzar la democracia naciente.

Por eso es bueno comenzar a pensar seriamente si lo mejor que le puede ocurrir a las fuerzas de la resistencia democrática, para no tropezar tantas veces –otras veces, numerosas veces– con la misma piedra, sea reconocer a tiempo que es preferible dividirse –separarse, divorciarse, botar tierrita y no jugar más juntos– que mantener un matrimonio a juro y por conveniencias. Que, al final, a quien más beneficia es al régimen militarista mientras inmoviliza, como una camisa de fuerza autoimpuesta, a las organizaciones democráticas. Hagamos historia reciente. Desde las elecciones legislativas del año 2015, cuando el escenario político cambió –la oposición se hizo mayoría y el chavismo minoría–, hasta hoy, no ha habido un solo minuto en que todas las fuerzas opositoras y sus dirigentes vuelvan a caminar, ni siquiera cien metros planos, en una ruta de común acuerdo.

La operación mediante la cual Nicolás Maduro y su equipo militar acabaron con la poca institucionalidad democrática que quedaba dejó a la oposición desconcertada y sin libreto. Sin saber con propiedad cuál sería la nueva jugada ante una cúpula que, desafiando el precario equilibrio de la democracia internacional, se cargó la Constitución venezolana, asumió ahora sí la condición dictatorial, y echó a andar de nuevo convertido en gobierno de facto.

Desde esa fecha –cuando el régimen desconoció las competencias de la Asamblea Nacional–, hasta hoy, a las fuerzas de la resistencia democrática, pero también a los gobiernos y partidos extranjero que han organizado el muro de contención internacional (incluyendo a los estrategas de Estados Unidos, la Unión Europea y las democracias latinoamericanas) no le ha quedado otra alternativa que dar palos de ciego en el esfuerzo por buscar una salida distinta a lo único que se hacía en el siglo XX ante un gobierno usurpador no democrático: resignarse amargamente, como los cubanos; ir a la guerra civil, como los españoles republicanos; o hacer una guerra asimétrica, terrorismo de por medio, como los movimientos anticolonialistas del África.

En Venezuela, por civilistas que pretendemos ser, quisimos que la lucha contra una dictadura atípica se hiciera por vía democrática. Y el costo ha sido alto. Cinco años después de que Maduro decidiera entrar con todo el apoyo de los fusiles de las FAN en un gobierno de facto, y a pesar de las sanciones estadounidenses, la condena de sesenta países democráticos, y el rechazo unánime de la población que remonta al 85% en todas las mediciones de opinión, el régimen militarista sigue al mando.

A costa, claro está, de la devastación física y moral de las fuerzas opositoras. Y de quebrarle la esperanza, y junto con ello la dignidad, a la población que resistía. Y mucha todavía resiste.

Buena parte de la dirigencia política ha ido a (o sigue en) la cárcel; los partidos han sido minados desde adentro, con ayuda de lo jueces y los paramilitares de los colectivos rojos; centenares de opositores asesinados, otros miles –no necesariamente militantes de partidos– estamos en el exilio, amenazados de muertes o de cárcel; y, lo más duro de tragar, no hay acuerdo posible, ni actual ni en puertas, entre las diversas tribus de la resistencia democrática y sus caciques.

No solo no hay acuerdo, sino que cada quien juega ahora, como los tahúres, con sus cartas ocultas. María Corina Machado, aliada de la derecha colombiana y estadounidense, acepta una cita con Juan Guaidó. Pero al final declara exactamente lo mismo que pensaba antes de la reunión. Henrique Capriles hace negociaciones de madrugada con la dictadura de Erdogan –que tiene más presos políticos que la de Maduro– mientras que, se supone, ni siquiera la dirección de Primero Justicia, el partido de centro donde milita, lo sabía. Claudio Fermín, ex socialdemócrata, siempre tan decente, tan buenas-tardes-como-está-usted-señora, nos sorprende a todos apoyando a un militar golpista cuya mayor hazaña política ha sido eructar frente a las cámaras de televisión. Y, como corolario, Juan Guaidó, el presidente interino, militante de Voluntad Popular, partido miembro de la Internacional Socialista, reconoce que hizo tratos con un asesor comunicacional más conocido en los mentideros políticos por sus malas mañas   que en las academias estudiosas de la comunicación política por su probidad.

Así que, apoyados en la tesis, por todos aparentemente compartida, de que es imprescindible afinar la imaginación política y trazar nuevas estrategias de acción, es probable que haya llegado la hora de reconocer lo que a toda luz es un hecho constatable: que no hay condiciones, ni objetivas ni subjetivas, para que las fuerzas de oposición actúen en conjunto.

Porque que las fracturas no son candidaturas, ni jefaturas, sino visiones estratégicas divergentes en torno a cuál es la mejor vía para salir de la tiranía sin irnos a la guerra civil. Y entre más tiempo pasa más, y más larga se hace la usurpación de Maduro y sus botas militares, más divergentes, oscuros, tramposillos y moralmente desgastantes, son los caminos que cada facción opositora elige transitar.

Tres cosas han de quedarnos claras sin hacer un juicio moral ni cortarnos las venas. Uno, que no todos quienes nos oponemos al chavismo lo hacemos por las mismas razones éticas. Dos, que no todos creemos en los mismos métodos para salir de la pesadilla. Y tres, lo más importante a futuro, que no compartimos la misma idea de cómo debe ser la organización de la política y la economía que vendrá después.

A lo que hay que añadirle un hecho decisivo. En el presente no hay en la oposición ninguna figura con auctoritas suficiente, respeto compartido, ni la ascendencia moral e intelectual necesaria para convocar a su alrededor al resto de los líderes a fumar la pipa de la paz y trazar la estrategia final para el derrumbe rojo.

No hay un Leonardo Ruiz Pineda de la lucha anti perzjimenista. Ni los Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba o Rafael Caldera que convoquen a un pacto para cerrar filas contra el militarismo golpista. Ni siquiera a un Teodoro Petkoff, que siente en la misma mesa a PJ, VP, UNT y AD a encontrar un candidato común.

Hay cuatro fracciones, por lo menos, claros. Los, vamos a llamarlos, “electoralistas”, primero. Quienes creen que se debe ir a elecciones, a estas y a cualquiera otra que se convoquen, no importa en cuáles condiciones se hagan, con tal de no ceder espacios. Dos, el de los, llamémoslos así, “internacionalistas”, quienes creen que no hay salida interna posible y es imperativo convocar una alianza de fuerzas internacionales que intervengan y restituya el orden democrático. Tres, la mayoritaria, la de los “constitucionalistas”, creyentes en la salida electoral siempre y cuando las consultas sean convocadas sujetas a las leyes vigentes, sin presos políticos, dirigentes inhabilitados, ni partidos políticos intervenidos, y con observación internacional. Y, a un lado, en una línea tenue e invisibilizada, cuatro, los “colaboracionistas”, quienes aspiran a convivir con el régimen, teniendo ciertas de cuota de poder, pero sin disolverse en el PSUV.

Resumiendo: los internacionalistas, quieren la salida por la fuerza. Los colaboracionistas, convivir con el régimen siempre que tengan unas cuotas de poder y seguridades para hacer oposición “light”. Los electoralistas, jugar todas las partidas aún cuando el adversario que reparte tenga las cartas marcadas. Y los electoralistas, restaurar la legalidad, sin “salidas mágicas”, para poder retomar el hilo de la democracia extraviada.

Son cuatro posturas muy evidentes y nadie las va a cambiar. Al menos no de aquí a diciembre. El único que puede modificar el escenario es el chavismo si decidiera, por ejemplo, postergar las legislativas y convocar elecciones libres para el próximo año que incluyan las presidenciales. Solo una facción, la de la salida de fuerza, quedaría entonces por fuera.

Pero mientras tanto, como lo que haga el chavismo es un imponderable, nada mejor dentro de la resistencia democrática que sincerar la situación. Asumirnos como cuatro fracciones opositoras diferentes con sus estrategias propias. Hacer un pacto de no agresión entre una estrategia y otra. Tender una línea profiláctica clara con los colaboracionistas. Y, lo más importante a mediano plazo, actuar democráticamente, medirnos en una consulta popular (quienes quieran hacerlo), involucrar al ciudadano común, escuchar su opinión, consultarlo. Como hicieron derecha e izquierda, juntos, pero no revueltos, en Chile para salir de Pinochet.

Es una línea de trabajo la que propongo. Un nuevo mantra. Reconocer nuestras diferencias, uno. Actuar en consecuencia en un pacto de no agresión, dos. Y reunificarnos, luego, a través de una consulta en donde los ciudadanos comunes, no las cúpulas partidistas o de las oenegés, decidan no por figuras carismáticas sino por una estrategia común a seguir. Tres.

Mejor en camas separadas y con bienes y responsabilidades claras que durmiendo con el enemigo o andando con socios desde la desconfianza mutua. Mientras tanto, podemos ir organizándonos en células ciudadanas, como partisanos democráticos; creando un aparato de protección clandestina (no digo armado) para ayudarnos sin ingenuidades en los momentos de persecución, cárceles, torturas y exilios que continuarán; y preparándonos para decisiones políticas duras que dependan de nosotros los venezolanos y no de los caprichos e intereses de otros. 

Lo demás es seguir dejando que nos sigan aplastando como a moscas ingenuas peleando por restos de paté. 

SÍ, MEJOR NOS SEPARAMOS




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